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Salón manga de cádiz Segunda jornada

La feligresía de Oriente está en Cádiz para quedarse

  • Miles de jóvenes dan el espaldarazo al Salón Manga de Cádiz en su cuarta edición · Pasarela de trabajados disfraces, alto seguimiento de las ofertas de ocio, éxito de los salones de juegos y un buen nivel de negocio en el mercadillo

Atraviesas un pasillo, que es el intercambiador de los mundos, y sales a un patio en el que se ha obrado la transformación. Estás dentro de un dibujo animado con todos los personajes imaginables, como esas reuniones en un garito decadente en el que coincidían el Pato Lucas con Blancanieves. Aquí está el Joker de Batman (hola, qué hay) pegándose un saludo con Naruto. El Salón Manga no es alucinante; es una alucinación, que es distinto.

Y así me veo hablando distendidamente con Dark Vader, que para mi sorpresa tiene 16 años y estudia en el IES Bahía de Cádiz. "Este año se lo han currado más, sobre todo en el material comercial. Hay mucha más presencia de Warcraft y de juegos mitológicos, que los años pasados estaban un poco más desterrados". "Y lo de los disfraces es increíble", apostilla una joven sacada del colegio japonés al que va el dueño de Doraemon, con su infrafalda azul pastel y las largas coletas postizas.

Destacan mucho los regaladores de abrazos. Tienen especial éxito unas chicas sólo aparentemente siniestras que, además de expender abrazos, han incluido besos en la oferta que anuncian en su cartón. El exceso de posibilidades de abrazarse con desconocidos retrae a la clientela y no se ven tantos abrazos como pudiera deducirse de los aspirantes a abrazadores.

Ops, nada menos que el rey de la oscuridad, del mal y de todos los inframundos. Está en el centro del patio y es la admiración de los asistentes. Venerado, como una estatua, está plantado esta especie de macho cabrío con el pecho pintado de blan co y el belfo negro y las alas puntiagudas que llegan al suelo. Muy serio, que, de lo contrario, no sería creíble. Hasta que se le acerca un digimon con seis brazos. "Tío, es increíble, das miedo de verdad". Digimon fotografía con su cámara digital al morador de los infiernos, que le explica la técnica de maquillaje.

Al fondo, hay un concurso. Tres aspirantes al campeonato de erudición son capaces de responder a las relaciones de parentescos de las más extrañas series manga que a uno se le pudieran ocurrir. El que va ganando pierde con una pregunta sobre una película de Van Damme. "Hombre, eso no vale".

En la carpa de los juegos de mesa centenares de chavales miden el poder de sus cartas Hammer. En el stand el rey es Warcraft, el juego en red que divide el planeta entre la Horda y la Alianza. Millones de cuarentones en todo el mundo han abandonado las noches de copas por ser sacerdotes del nivel 80. El mundo de los héroes no cautiva sólo a los adolescentes. El encuentro de los chicos que en casa nos parecen autistas ante el ordenador muestra la fuerza de estas redes sociales, unidos por personajes de planetas imaginados. Una cartade Magic incolora puede crear una amistad para toda la vida que se irá alimentando en la Red. En esta misma carpa hay colas para echarse una partida de Go, un juego japonés de fichas blancas y negras que es un pulso de estrategia, y para aprender unas pocas palabras de japonés impartidas por un nativo. En una esquina se encuentran las crías de otakus: micos de seis años colorean dibujos manga mientras te recitan doscientos nombres de pokemon y gormitis.

El gimnasio del colegio tiene un escenario en el que tríos y cuartetos ejecutan enrevesadas coreografías al ritmo de la música de las series célebres de personajes con rostros asiáticos que, en vez de tener los ojos rasgados, los tienen insultantemente redondos. Participar, no ir de mirón, te da acceso a gemas, que son intercambiables por camisetas y bolsos a la entrada. El resultado es que la gente participa. A su alrededor, el mercadillo da salida al inabarcable merchandising que produce este universo, de camisetas, a comics, pasando por muñecos y, como ya he visto, pelucas con coletas, que tienen mucho tirón. Un chico con dos cartones que componen el tupé de Johnny Bravo, creación americana, baraja cambiarse la cabellera, pero no se decide, pese a que le anima una amiga que exhibe un elevado gótico en su indumentaria, fundiendo a algo así como a la Dama de las Camelias con Marilyn Manson.

Y tendremos trolls, elfos, sirenas, orcos, y centauros... todo ello muy poco japonés, pero, sobre todo, tendremos KARAOKE. Y eso sí que es japonés, frente al mejunge obligado en este tipo de iniciativas. Nadie puede aproximarse a la cultura japonesa si no exhibe sus cualidades karaokísticas. Por tanto, no hay Salón Manga que se precie que no tenga un campeonato de karaoke. Cádiz lo tiene y es muy divertido porque se canta verdaderamente mal, como en los karaokes japoneses de verdad.

Saliendo de la virtualidad a la realidad, cruzando la frontera, uno se topa con una variopinta fauna que acude con catanas de pega al punto de encuentro, a una irrealidad que les hace más fuertes, a la celebración de una ficción. Bienaventurados los jóvenes que encontraron en Oriente al Gran Guía.

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