Las cosas por su nombre

Un momento de la puesta en escena de El espejo negro.
Un momento de la puesta en escena de El espejo negro.
Désirée Ortega Cerpa

28 de mayo 2012 - 05:00

Compañía: El espejo negro. Texto, dirección, escenografía, marionetas y atrezzo: Angel Calvente. Actores-manipuladores: David García, Noé Lifona y Susana Almahano. Iluminación: Antonio Regalado y Ángel Calvente. Vestuario y telones: Carmen Ledesma. Banda sonora: Antonio Meliveo. Día: 26 de mayo. Lugar: Gran Teatro Falla.

Cuando la humanidad puso nombre tanto a los animales como al resto de la creación diseñó un instrumento, el lenguaje, cuyo poder aún no termina de dominar. Así, aunque ninguna palabra mordiese, ni siquiera "perro", su fuerza evocadora era tal que se inventaron los tabúes o eufemismos varios que han degenerado en lo políticamente correcto. Por eso es loable que la primera intención de un espectáculo para niños sea llamar a las cosas por su nombre. Tras un preámbulo quizás innecesario, pues nada tienen que ver el Jonás bíblico con el que ha salido "por gusto" exceptuando la onomástica, un trío de actores-manipuladores conducen la trama de un periplo muy "íntimo", en cierto modo, y alucinante a un tiempo. Ataviados en gris -en contraste con el colorido de las marionetas- con un sobrio y elegante traje gris de ejecutivo, aunque sin chaqueta, transmiten un aire de eficacia informal, alentado con una interpretación basada en la sobreactuación con tintes de clown. El recorrido del protagonista por una escenografía de base, transformada en distintos espacios del cuerpo interior mediante diversos elementos de atrezzo, describe una sucesión de peripecias donde el conflicto dramático carece de cierta consistencia. A lo largo del montaje se producen ciertos momentos de confusión, a veces por cuestiones sonoras varias, que provocan la caída del ritmo que se salva por la campana gracias a los números musicales. Por su parte, la intención de veracidad a veces provoca un excesivo didactismo demasiado cercano a la lección de biología, olvidando que la verdad de la vida y la de la escena, pueden no coincidir como bien nos explicara Diderot en La paradoja del comediante. Choca además que, en ocasiones, se cae en lo mismo que se critica, empleando términos que suavizan la realidad. Siempre al final, se acaba por edulcorarla y presentar a los niños un mundo mucho mejor de lo que es, sin prepararles para la gran decepción que llega tras atravesar el umbral de la edad adulta. No es de extrañar, si por un momento se para uno a pensar en como profanamos a veces el misterio de la vida con experimentos clónicos o replicantes que harían palidecer a propio doctor Moreau.

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