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Arte | museo nacional del prado

El acento gaditano del Prado

  • José Pedro Pérez-Llorca y Hernán Cortés guían a 'Diario de Cádiz' en una privilegiada visita por el museo español más afamado

Hernán Cortés traza diagonales imaginarias dibujando el aire condensado de la sala 58 (algo así, quizás, haría su admirado Velázquez). Pasea de un lado a otro, un recorrido que mide lo que mide un cuadro. Habla de líneas atléticas, de composiciones que se recogen en forma de rombo, de esquemas, de fuerza, de maestría... El pintor gaditano se planta frente a El descendimiento, de Rogier Van der Weyden, “una de las obras más bellas de la historia de la pintura” para otro gaditano, José Pedro Pérez-Llorca, presidente del Real Patronato del Museo del Prado. Y es que allí, en la pinacoteca más importante de nuestro país y una de las más relevantes del mundo, los dos ilustres hijos de Cádiz se convierten en los guías de excepción de una visita, valga la redundancia, excepcional. Dos horas a solas, y a puerta cerrada mientras se hace de noche en Madrid, con el gran contenedor de la tradición pictórica de los siglos XVI a XIX. Porque “para conocer a los grandes maestros este museo es único”, que dirá Cortés en el salón de las Musas, justo al inicio de un periplo donde hubo tiempo y lugar para todo. Para simpáticas anécdotas, para lecciones técnicas e históricas, para dejar salir la emoción y para frases como pinceladas maestras: “La construcción artística se hace a lo largo de los siglos. El tiempo pinta... El tiempo pinta y muy bien”.

Quien pronuncia esta sentencia es el pintor del alma, o “la enciclopedia del Prado”, como lo bautiza Pérez-Llorca justo antes de comenzar la exploración a la colección permanente del Museo. “El señor que más sabe de cuestiones históricas y, sobre todo, de cuestiones históricas de Cádiz”, devuelve Cortés la definición a uno de los padres de la Constitución, dirige el paseo preñado por las explicaciones de la profesora del Prado Maite García-Mina.

Otras mujeres, éstas de mármol, contemplan a la expedición con sus ojos sin tiempo. Entre las musas, en la entrada del palacio Villanueva, reconocemos el rostro de Cristina de Suecia como musa del teatro. Su efigie, una copia romana del siglo II de las originales griegas del II a. C., sirve a Pérez-Llorca para recordarnos que el gran grueso del Prado nace de “tres colecciones reales”. La española, la de esta reina rebelde que “para los mayores del lugar” tendría la cara de Greta Garbo y la de Carlos I de Inglaterra. Pero también da pie a la eterna pregunta (¿habría que quitar los añadidos que se han hecho a lo largo de los siglos y dejar a las obras en su estado original?). La respuesta la da Cortés con su reflexión en torno a la célebre afirmación ya utilizada por Goya, “el tiempo pinta”.

No es a Francisco de Goya y Lucientes sino a Jheronimus Bosch, El Bosco, a quien el grupo de gaditanos, que incluye a Diario de Cádiz, visita en primer lugar, tal y como si fueran foráneos: “Los españoles van más a ver a Las Meninas (Velázquez), pero el cuadro más visitado por los extranjeros es éste”. El presidente del Patronato señala a El jardín de las delicias, la obra más importante de El Bosco en el mundo.

Frente al tríptico construido sobre roble del Báltico, Pérez-Llorca relata su viaje: “Este cuadro lo trajo Azaña para restaurarlo en una decisión suya como presidente del Gobierno. Luego, con los avatares de aquellos años, con la guerra, se quedó. Así, aunque lo trajo Azaña, quien decidió que se quedara en el Prado fue el siguiente jefe del Estado... Yo siento que lo decidiera él, pero ya que está aquí...”. “Se lo podemos perdonar, ¿no?”, le interpela con guasa Hernán Cortés.

Otra curiosa historia sobre esta representación del paraíso, la tierra y el infierno, frente a la que Felipe II rezaba por los pecados de la humanidad, es la que narra García-Mina con otro de los grandes artistas de la pintura universal como protagonista: “Cuatrocientos años antes de Dalí ya alguien (El Bosco) estaba pintando el surrealismo. Y de hecho, cuando Dalí vino a estudiar a la Academia de San Fernando, entre los años 1920 y 1925, venía semanalmente al Museo del Prado. Es más, Dalí dejó escrito “tengo que dejar de ver a los cuadros de El Bosco porque me están afectando. O sea, que la relación de El Bosco y Dalí fue directísima”.

El grupo avanza a pasos lentos, justo al contrario que la tarde, que se precipita en la noche. El tiempo y sus relatividades. El tiempo y sus descubrimientos. Como el que asomó en una de las esquinas inferiores de la tela que tenemos enfrente. El vino de la fiesta de San Martín llegó en 2009 al departamento de restauración del Prado para su valoración. LLegó con sospechas pero sin certezas del nombre de su autor. Un año después, “¿véis, véis esa esquina? Ahí está, Pieter Bruegel El Viejo”, señala Pérez-Llorca que advierte que el cuadro está de mírame y no me toques.

Mucho más prestos nos dirigimos a la sala 58. El lugar que alberga una de las obras más admiradas por los cicerones. El descendimiento de Van der Weyden, con sus diagonales y su composición en rombo. Hernán Cortés se deshace en explicaciones: “Un maestro pintor, dominador de la figura humana, no se para en hacer cosas pequeñitas, sino que siempre demuestra su grandeza. Su grandeza en la composición. Y después, para que la composición del cuadro no se vaya y no se pierda en ese aspa –alza los brazos, gesticula, la dibuja, la vemos– después siempre se recoge con un rombo. ¿Lo véis? Lo que se pretende es crear un microcosmos, en el fondo se quiere crear un remedo de la creación y de la divinidad. Entonces, el orden numérico era la manera que tenía el pintor de representar esa perfección que se suponía que estaba en la naturaleza...” En este punto, Pérez-Llorca le interrumpe con retranca –“¿y tú cuando pintas esos magníficos cuadros que pintas, piensas tanto?– la pregunta es contestada por el pintor con no menos carga –“depende de las ganas que tenga de cobrarlos”–.

Se ríen las ocurrencias mientras la expedición llega a la altura de otra de esas piezas puestas en valor por el equipo de restauradores del Prado, “uno de los mejores del mundo”, según el presidente del Patronato. La Oración en el Huerto, de Colart de Laon, supuso uno de los hallazgos más relevantes de pintura primitiva francesa de los últimos años tanto por su alta calidad como por su valor histórico, ya que se trata de la única tabla en la que se conserva la imagen de Luis I de Orleans, regente del trono de Francia en el siglo XIV. “Por lo visto a su muerte se prohibió que su nombre se mencionara y se tapó su imagen en este cuadro. Aquí en el Prado los restauradores descubrieron su imagen”, explican los anfitriones de la visita.

Más descubrimientos. Y más anécdotas aparejadas. Si bien siempre se supo que La virgen de la leche pertenecía al artista Pedro Berruguete, a esta pequeña-gran obra se le devolvió la importancia en un proceso en el que intervinieron varias manos. Así lo explica Pérez-LLorca: “Este cuadro estaba en un almacén en el Ayuntamiento de Madrid, alguien lo vio y Enrique Tierno Galván lo hizo restaurar. El entonces alcalde lo puso en su despacho y se hizo famoso porque es un cuadro maravilloso. Luego pasó a un pequeño Museo de San Isidro, y nosotros, Hernán y yo y otros cuantos, conseguimos que la anterior alcaldesa de Madrid lo depositara aquí” (“yo conseguí muy poco, ¿eh?”, apunta modesto Cortés). Año y medio hace que “esta joya renancentista española” se exhibe en el Museo del Prado desvelando “una dimensión distinta de Berruguete. Del pintor duro de retablo al pintor “más refinado y cercano”, valoran.

Hasta París, hasta el mismo Louvre, tuvo que viajar nuestra Mona Lisa para que se propiciara el hallazgo de los aspectos que la hacen única o, mejor dicho, exactamente igual que la original de Leonardo. El jurista gaditano y la profesora del Prado reconstruyen la historia de esta pieza que al público “le empezó a gustar más que la otra”, se jacta Pérez-Llorca que baraja que “los franceses cometieron el error de llevarla al Louvre”. De hecho, fue esta invitación del gigante francés la que precipitó que esta pieza se estudiara en el taller de restauración del Prado, “como cada obra que sale de nuestras dependencias”. “Y así se descubre este paisaje maravilloso tras el fondo negro que tenía, exactamente igual que el de la obra de Leonardo, al igual que la propia figura que tiene los mismos cambios que la obra del maestro. ¿Esto que quiere decir? Que no es una copia tardía, sino que la hizo un discípulo de forma simultánea en el taller del maestro”.

Desde el interior del Prado nos imaginamos en el patio cubierto del monasterio de las Descalzas Reales. Allí sitúa Pérez-LLorca a La Anunciación de Fra Angelico, uno de esos magníficos de la colección, “hasta que Madrazo insistió al rey para que lo llevara al Museo, incluso se ofreció a hacer una copia para las hermanas”, cuenta.

Y jugando a transportarnos, casi por arte de magia, aparecemos en una especie de centro natural de las grandes obras maestras que exhibe El Prado. Tiziano a la espalda, Velázquez al fondo, Goya a la derecha. El grupo, en el vórtice del remolino artístico, de las pinceladas más certeras de la historia universal de la pintura, mira a la sala 12, justo donde se cruzan dos de las grandes arterias del centro cultural. Devoramos, a golpe de vista, a El emperador Carlos V a caballo en Mühlberg, a Las Meninas y a La familia de Carlos IV. Una visión imposible durante las visitas diarias al Museo debido a la afluencia de público. “Esto sólo se hace para los de Cádiz y pocos más”, se congracia, simpático, Pérez-Llorca.

De hecho, el presidente del Patronato del Prado dirige al grupo, cómplice, hacia la Defensa de Cádiz contra los ingleses, de Zurbarán, una de las victorias encargadas por Felipe IV que se sitúa frente a la más conocida y admirada Rendición de Breda o cuadro de Las lanzas, del maestro Velázquez. “Aquí está representado Cádiz al fondo. No sé si se reconoce...”, pregunta García-Mina que se encuentra con el rotundo “no” del grupo; con la explicación más amable de Hernán Cortés, “los gaditanos nunca han encontrado Cádiz ahí”; y con la ironía de Pérez-Llorca, “es que el puente no está”.

Otra imagen de guerra, ésta más dura y cruenta, es objeto de la atención de todo aquel que visita el Museo del Prado. Los fusilamientos del 3 de mayo, con toda su belleza y violencia, continúan conmoviendo al espectador, a pesar de los siglos.

Otros desafortunados se encuentran con la muerte en la última parada de este privilegiado recorrido por el Prado. El asesinato en la Década Ominosa del liberal José María Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga es inmortalizado por Antonio Gisbert en un enorme óleo que cuenta con una nueva iluminación a dos luces. En la impresionante obra se puede contemplar tanto la luz halógena como la del nuevo proyecto integral de iluminación con tecnología led que se ha puesto en marcha recientemente.

Antes de alcanzar a Gisbert, antes de poner el punto y final a este periplo salpicado en su tramo final de escenas violentas, no podemos evitar esbozar media sonrisa al recordar otra especial parada, la que tornó el lienzo que también es esta visita en un dibujo más íntimo de la mano de Goya. Su Venus menos divina y más erótica. La maja, desnuda y vestida, se nos muestra con todo su misterio, también el de su identidad. “Se ha especulado mucho sobre quién era esta mujer. Se pensó que era la Duquesa de Alba, pero los expertos creen que es doña Pepita Tudor, amante de Godoy, con quien luego se casó”.

Por supuesto, no falta el detalle de leyenda: “Se cree que pintó la vestida unos años más tarde para tapar a la maja desnuda cuando la Inquisición volvió a España. Se cuenta que, cuando él quería, levantaba ese lienzo más recatado para ver el que realmente le gustaba...”.

La verdad y la mentira; el pasado y el presente; la historia y el boca a boca; la técnica y la poesía; el silencio y la conversación... Todo tiene cabida en esta visita al Museo Nacional del Prado. Una visita con acento. El acento de Cádiz con toda su sapiencia.

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