Vino con gaseosa
Si este humilde crítico tiene algún lector fijo, sin duda recordará lo que uno escribió cuando la versión de Jesucristo Superstar llegó al Falla el pasado diciembre. Que el legendario musical, tal vez inficionado por la presencia de una triunfita en su reparto, se había contagiado de los modos del programa de caza -y destruye- talentos, y en vez de ser la gran obra de teatro que sigue siendo parecía una alargada gala donde sólo faltaba el buen rollo del sobreexplotado Jesús Vázquez y las malhumoradas gafas tintadas de Risto. Vista la versión de La fierecilla domada que nos ocupa ahora, hay que colegir que el problema del teatro español es más endémico de lo que parece.
Y es que los empresarios del gremio han descubierto un filón en la tele. Si alguno de ustedes tiene curiosidad, usen la gran herramienta de internet y dense una vuelta virtual por las carteleras escénicas madrileñas. Verán el gran número de obras protagonizadas por estrellas de la pequeña pantalla. Uno intuye a los que ponen la pasta en el teatro pensando que reunir a los actores de moda y darles un garbeo por los escenarios generará unos interesantes ingresos. Esto no tiene que ser necesariamente malo. Hay excelentes actores que pueden transvasar de medio sin problemas y hay otros que vuelven a sus orígenes, pues tienen impecables trayectorias teatrales hasta que el gran público los descubre en una serie. Pero esa mentalidad especulativa de los productores no deja de ser bastante casposa y no oculta que en el fondo no se toman en serio el arte de Talía.
Estos defectos quedaron muy evidenciados en la versión de La fierecilla domada. El grupo de actores, mayoritariamente guaperas de series de televisión (no entraban en los dos grupos antes descritos) no estaba sencillamente a la altura del genio de Stratford. Pero se les había buscado un entorno adecuado. En una extraña falta de fe en el texto -si no se confía en que Shakespeare pueda por su misma fuerza mantener un espectáculo, apaga y vámonos- se le rebaja como el vino echándole gaseosa, con una puesta en escena llena de recursos fáciles que al final lleva la obra a donde se pretende: a que parezca un episodio de una telecomedia televisiva. Pero no de las más cuidadas de Globomedia, sino las chirriantes de José Luis Moreno. Por todos los poros se escapaba la fuerza de Shakespeare, con una indomable Cata que parecía más una niñata malcriada de secundaria que el soberbio personaje creado por el dramaturgo inglés. A lo mejor es el signo de los tiempos, pero si esto no cambia me veo a los críticos de televisión haciendo las reseñas de teatro, ahora que parece que el arte escénico se acerca a su mundo.
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