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Cultura

Jornalero del cante

  • Con el fallecimiento de Chano Lobato también muere un Cádiz, el Cádiz del muelle, el del matadero, el del flamenco, el de las hambres, el de los últimos aromas de Cuba

El domingo por la noche, en la calle del Ganso de Sevilla, no sólo murió Chano Lobato, también la última memoria viva de un Cádiz desaparecido. Una ciudad con más pobres, con mucha más hambre, de huevos de fraile y carne de bragueta, de pescado sacado de contrabando por las rejas del muelle, de cantaores que se ganaban la vida alegrándole la noche al señorito mientras se iba de niñas... un Cádiz mucho más pobre, sí, pero mucho más ciudad. Un Cádiz donde aún resonaban los últimos barcos que salían para La Habana, donde el flamenco aún no había sido engullido por el carnaval, donde una burguesía casi desconocida en otras ciudades de Andalucía apreciaba el cante en la Venta de la Palma, donde se confundían toreros y bailaoras. Por eso, por la identificación casi orgánica que muchos veíamos en Chano con su ciudad, el periodista Juan José Téllez y quien esto suscribe decidimos titular sus memorias como Memorias de Cádiz. No hubo la menor duda. Y Chano aceptó.

¿Cómo se convierte alguien en cantaor? ¿Dónde se aprende? Chano Lobato no llevaba sangre flamenca en sus venas, es decir, que no pertenecía a ninguna de las grandes familias que forjaron los cantes de Cádiz: los Ortega, de los cuales Caracol llegaría a ser su cumbre; los descendientes de Enrique el Mellizo, todos apodados Hermosilla o, por una caprichosa contracción, Morcilla, por el nombre de un torero de Sanlúcar con el que anduvo uno de ellos; los Espeleta, un apellido navarro que aún llevan los descendientes de aquel hombre que dejó boquiabierto a García Lorca por su reflexión sobre el trabajo y la condición de gaditano. No, Chano, ni siquiera era gitano. ¿Qué ocurrió? Que nació en el barrio, el de Santa María, una de las mecas del flamenco, posiblemente una de las originarias. Allí, aquel niño delgaducho, rubiasco e inquieto al que algunos llamaban el Cohete, tenía al lado de su casa una magnífica escuela del cante: la Tienda del Matadero. Arriba, en el balcón, imaginó Enrique El Mellizo aquella malagueña que Chano idolatraba al considerarla casi más gaditana que las propias cantiñas.

Chano -y así lo cuenta en el libro que editó la Diputación en el año 2003- se agarraba a los barrotes de la Tienda, y oía cantar a José El Morcilla, nieto del Mellizo. A Tía Luisa La Butrón, a Pericón y, poco a poco, cuando se fue convirtiendo en un chavalito, se atrevió a darse un garbeo todas las noches por los colmados de Cádiz. A veces había suerte, entraba y le dejaban cantar. Así, una y otra noche, hasta que Chano aprendió a ganarse unos dineros. Huérfano de padre a los 15 años, se convirtió en un jornalero del cante: por la noche buscaba a los señoritos -también había señores, comentaba- y, a la mañana siguiente, iba a cobrar. Si había suerte, se embolsaba el fruto del trabajo de la noche anterior. Es a esto a lo que llamaba las "fatiguitas", el cantar para comer. Algunos de aquellos primeros compañeros, como El Almejita, murió en el intento: las noches de juerga eran demasiado malas, por lo que hay que admitir que la longevidad de Chano ha sido más extraordinaria en su caso.

Tras un primer intento de desembarco en Madrid -"echaba de menos la sopas de tomate de mi madre"-, volvió a Cádiz, donde Rosario Peña, su mujer, la misma que lo vio morir el pasado domingo en la calle del Ganso de Sevilla, lo rescató de la mala vida, lo metió en vereda y le dio una segunda oportunidad en la que el jornalero se convirtió en todo un señor. Del compás. Y de Cádiz.

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