El parricidio de Arcos: las voces del Armagedón
Galería del crimen. Capítulo 16
El hombre que mató a su bebé de ocho meses en junio de 2017 adujo que recibió desde el más allá una llamada a su móvil desconectado que le anunció el apocalipsis
Todo es química. Neurotransmisores averiados, anormalidades en la corteza auditiva. Estás un poco estropeado, no es tu culpa. En serio, todos estamos un poco estropeados. Bueno, sí, unos más que otros. Y todo, dentro de lo que cabe, tiene arreglo, o al menos un remiendo para que lleves la vida lo mejor posible. Desarreglos químicos que se nivelan con química, profesionales que te ayudan a identificar esos episodios en los que la serotonina y la dopamina se hacen un lío, una familia que te protege, una red asistencial que hace que dispongas de espacios de serenidad en compañía de gente como tú, que te entiende, y una sanidad pública que sabe que existes y que previene, que sabe si se va a aproximar una mala temporada. Porque todos tenemos malas temporadas. Sí, ya, una peores que otras.
Y sí, y muchas veces nada de esto existe. No hay química contra la química, no hay familia, no hay profesionales, no hay red asistencial y la sanidad pública no tiene ni idea de que existes. Pero todo tu entorno, tu vecindario, sí que sabe que tú no estás bien y entonces dicen que estás como una regadera. Lo saben todos, pero nadie hace nada.
Entonces puede pasar que todas esas averías químicas te hagan cometer errores y puede que, pagando esos errores, te envíen a una celda de una cárcel española donde cuatro de cada diez reclusos tendrán, como tú, un conflicto con la serotonina y la dopamina. Incluso puede pasar que la primera noche que pases en la cárcel dos funcionarios te saquen de tu celda y, con la ayuda del preso de confianza que te han puesto para que no te suicides, te revienten de una paliza y luego te devuelvan a la celda con la cara hecha un cristo mientras te gritan “hijo de puta, asesino de niños”. Y puede pasar que tus propios compañeros te lancen una zancadilla en el comedor o que en el patio te amenacen de muerte con la señal del dedo en el cuello de te rajaré porque resulta que el error que has cometido es el mayor de los errores que podías cometer. Entonces te aislarán, estarás solo y en tu cabeza se montará un big bang. Volverán las voces, las malditas voces que son voces porque las escuchas y entonces existen, aunque esas voces sólo son química. Y esas voces son las que te han llevado a esa celda.
Voces criminales
En la historia criminal hay un buen puñado de asesinos que cometían sus actos obedeciendo órdenes de sus voces, que suelen ser delirios religiosos que convierten al sujeto en instrumento de una divinidad, ya sea benigna o maligna. Sin duda, el más célebre es Mark Chapman, que obtuvo ese privilegiado lugar por la elección de su víctima, John Lennon. O más bien la eligieron las voces que le conminaron a deshacerse del ex beatle. Cinco disparos acabaron con Lennon; a continuación, Chapman tiró la pistola. El portero del edificio Dakota, a cuyas puertas se cometió el magnicidio, le dijo a Chapman: “¿Sabes lo que has hecho?” “Sí, he disparado a John Lennon”. El jurado admitió que lo mismo Chapman no sabía lo que había hecho, lo que no evitó que se haya pasado el resto de su vida en la Penitenciaría de Wende, en Buffalo, especializada en este tipo de inquilinos. Durante todos estos años ha sido un preso modelo y pacífico que dice haber encontrado, como tantos, a Jesús, con el que habla a menudo.
Pero hay muchos más. Está el asesino hippy, Herbert Mullin, un sintecho que dejó un reguero de muertes en California a principios de los años 70 porque su cabeza le decía que esa era la única manera de detener el devastador terremoto que haría desaparecer San Francisco del mapa. O Nikolas Cruz, el adolescente que desató en 2018 una matanza en una escuela secundaria de Parkland porque su cabeza no paraba de repetirle “quema, mata, destruye”. O el caso extremo de Deyan Valentinov, que cortó la cabeza de una ciudadana británica en un bazar de Tenerife en 2011. Deyan lo negó todo en el juicio. Negó que hubiera matado a nadie, a pesar de que aparecía nítidamente en las cámaras del establecimiento, porque él era una persona muy tranquila y también negó que tuviera enfermedad mental alguna. Sólo admitió que escuchaba voces que le decían “eres un ángel de Jesucristo para crear un nuevo Jerusalén”.
En realidad, son casos absolutamente aislados. En España se estima que hay 400.000 esquizofrénicos y sólo en un 10% de estos individuos se ha producido algún tipo de acción violenta y no siempre con daños a terceros. El esquizofrénico tiene más riesgo de hacerse daño a sí mismo que a los demás. La criminóloga Anais Iglesias afirma que “las personas que sufren esquizofrenia no son más violentas que la población general. Los comportamientos que son violentos es porque existen factores detonantes como una historia previa de violencia o victimización, abandono del tratamiento, abuso de estupefacientes o alcohol, aislamiento o trastornos del pensamiento y de la percepción. El tener un tratamiento basado en medicación combinado con terapia psicosocial ayuda a controlar la enfermedad”.
Los crímenes relacionados con la esquizofrenia en Andalucía en los últimos años son pocos, aunque siempre muy sonados. En Benalup, en 2012, un hombre de 45 años, Luis, mató a bastonazos a su madre, de 76, mientras ésta veía en la televisión uno de esos programas matinales que hablan a las ancianas de los peligros del mundo exterior. Diagnosticado como esquizofrénico hacía tiempo, Luis sufrió un click que le impulsó a matar. Luis quería con locura a su madre, que era quien le cuidaba, pero no pudo desoír esa divina orden interior.
Una familia desestructurada
Pero si un caso puso los vellos de punta en la provincia de Cádiz fue el ocurrido en Arcos el 1 de junio de 2017.
Que lo de Isidro y lo de Sara no podía acabar bien se lo temían los vecinos del Barrio Bajo de Arcos desde hacía tiempo. Entre los dos habían construido un hogar imposible. Isidro, de 44 años y natural de Jerez, había entrado en barrena después del fallecimiento de su primera mujer quince años atrás. Se sumergió en una depresión de la que pudo salir con el tiempo, y después de un intento de suicidio, a base de medicación. Por entonces fue diagnosticado con un trastorno bipolar que le incapacitaba para una vida laboral que hasta entonces había sido errática, aunque él había mostrado interés por la cetrería. Observar el vuelo de aves de presa le calmaba. A partir de ahora lo harían las pastillas, la química.
En 2014 hizo un intento de recomponer su vida con Sara, una joven de 31 años con una sordera que le había supuesto un reconocimiento de un 68% de incapacidad. Tampoco trabajaba y se encontraba en el radar de los servicios sociales del municipio después de que hubiera sido madre de una hija con 16 años y se hubiera desentendido por completo de ella. Del padre nunca se supo. Las mesas de absentismo tenían a su hija encabezando las listas de niños prácticamente desescolarizados.
Cuando Isidro empieza su vida con Sara ella ya había perdido la custodia de su hija y era su madre la que se encargaba de la cría. Aún así, Isidro y Sara hacen pública su intención, a través de sus publicaciones de facebook, de ser padres. Y a finales de 2015 en esas mismas páginas ya aparece la foto del bebé, un varón al que han decidido llamar Enmanuel, que significa Dios con nosotros, aunque es más probable que la elección fuera un homenaje a un célebre cantante mexicano. Desde ese mismo momento los servicios sociales ya sospechan que esta nueva familia dará trabajo y, de hecho, se realiza un seguimiento casi desde el primer momento. Coincide con que, tras una visita a salud mental, el médico ve a un Isidro muy ilusionado con su nueva aventura como padre y le autoriza a reducir la medicación. Vamos a probar con un lexatin al día.
Isidro, ayudado por algunos familiares, se revela como un padre que intenta ser hacendoso cuando no está bebiendo o fumando hachís, lo que irá haciendo más a medida que se vaya liberando de la medicación. No es el caso de Sara, que al igual que pasó con su hija, se desentiende de las tareas más básicas de atención al niño como bañarle, darle el biberón o cambiarle los pañales. Todo lo hacía o bien Isidro o los familiares. De hecho, es una hermana de Isidro la que se traslada a casa durante la cuarentena del niño ante la evidente falta de habilidades maternas de Sara.
Pero entre una cosa y otra consiguen salvar el primer informe de los servicios sociales, que aprecian que “la casa está organizada, el niño está al día en el calendario de vacunas, las comidas preparadas, no hay indicios de maltrato…”. Sin embargo, la relación de la pareja se va deteriorando. De vez en cuando Isidro le suelta un tortazo a Sara, que apenas escucha sus insultos. Lo que grita él es que está harto de estar todo el rato cuidando del niño mientras ella no suelta el whatsapp y las novelitas. A ella ni se le pasa por la cabeza denunciar estos pequeños brotes de violencia. Posteriormente una trabajadora social declarará que Sara se comportaba como una niña consentida y que empezaba a preocupar que Isidro estuviera perdiendo el control. Por eso casi se sintieron aliviados cuando, a mediados de mayo, Isidro se va con el niño a vivir con sus padres y Sara se queda sola en la casa que había sido de la pareja.
Durante esos días Isidro se ocupa del niño y es el que se encarga de sacarlo a pasear por las mañanas. Sara va a visitarlo por las tardes. Incluso una tarde un camarero de un bar del barrio se sorprende al ver a los tres juntos, Sara, Isidro y Enmanuel, sentados en la terraza como una familia bien avenida. Piden algo para tomar y le preguntan dónde cree que podrían comprar esas tiras elásticas para que el bebé pueda dar sus primeros pasos con más facilidad.
Pero todo se va a precipitar unos pocos días antes de aquel fatídico 1 de junio. Primero es una pelea con su familia, un brote serio como nunca habían visto, muy violento, que como pueden solucionan con asistencia médica y una inyección de trankimazín. Al día siguiente, Isidro deambula por el pueblo, va hablando solo, ni se entiende muy bien lo que dice. Parece que ya se ha ido de sí mismo. Unos agentes locales le abordaron en el barrio viejo. Isidro hablaba del demonio y les mostró a los policías el móvil: “Quitadme la localización porque me van a encontrar, los otros me van a encontrar”.
Y la noche del 1 de junio, por primera vez en dos semanas, pasan la noche juntos los tres en la casita del Barrio Bajo. De madrugada los vecinos oyen golpes, gritos y a Enmanuel llorar. Isidro, dice él, ha desconectado el móvil, está apagado, pero el teléfono suena y una voz al otro lado le anuncia el apocalipsis y que debe salvar a Enmanuel, debe matarle. El relato es confuso, ya que sólo Sara e Isidro son testigos de lo sucedido. Sara dice que estaba dormida y que se levantó al baño y se encontró a Isidro apretando al bebé muy fuerte sobre su pecho, asfixiándolo. Ella trata de evitarlo y él la empuja y empieza a patearla. Es cuando la policía, alertada por el vecindario, llama a la puerta. De repente, todo es silencio. Él no abre, la policía se queda expectante al otro lado de la puerta, pero sólo se escuchan los llantos intermitentes del niño. No hay golpes ni gritos. Aún así se quedan, insisten. Hasta pasado un buen rato, ya amanecido, Isidro no abre la puerta. Les dice que todo está bien, los agentes le piden que se identifique y él regresa dentro a buscar el DNI. Cuando sale esta segunda vez les franquea la puerta: “Sé lo que ha pasado. Una desgracia. Haced lo que tengáis que hacer”. Es cuando los policías entran y se encuentran al pequeño Enmanuel tirado en el suelo, muerto. “¿Cómo has podido hacer esto a tu propio hijo? Has matado a tu hijo”. “Sí, lo he matado yo. Llevadme a la Peña que me tire”. Dos años después, ya en el juicio, declarará que no recuerda absolutamente nada de aquello, sólo que disparataba mucho. No recordaba haber hablado con los guardias civiles, ni mucho menos haber confesado que había matado al bebé porque tampoco recordaba haberlo matado, como tampoco recordaba que hubiera pegado a Sara ni que hubiera recibido mensajes apocalípticos en el móvil.
Pero en un primer momento, ante el cadáver del bebé tirado en el suelo, los agentes no perciben nada incoherente en su relato. Muestra su arrepentimiento, su deseo de matarse, pero nada de voces en el móvil. Es horas después, tras pasar la noche en el calabozo, cuando vuelve a desvariar, cuando dice que el niño en realidad no es suyo, que quiere que le hagan una prueba de ADN y, a continuación, habla del teléfono, de la voz del demonio, del Armagedón. Es entonces cuando dice que quiere confesar y en su declaración revela lo sucedido: “Han sido los otros”.
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