70 años sin el 'Guadalete'
Recuerdo del último gran naufragio de un buque de la Marina española
El 25 de marzo de 1954 un fortísimo temporal de levante hundía muy cerca del Estrecho de Gibraltar un dragaminas de la Armada
Murieron 34 marinos, muchos de ellos de San Fernando
La Isla cumple con el 'Guadalete'
La llama del 'Guadalete' sigue viva
El último gran naufragio de un buque de la Armada Española sucedió hace hoy 70 años y tuvo un claro acento gaditano. Y es que aquel hundimiento afectó a un barco que llevaba el nombre de un río que discurre íntegramente por la provincia de Cádiz, el Guadalete, y se produjo en las inmediaciones de un enclave muy vinculado desde siempre a esta tierra, el Estrecho de Gibraltar. Pero es que además buena parte de los 34 marinos fallecidos residían en San Fernando, y encima el primer suelo español que pisaron los 44 supervivientes fue el de Algeciras.
Sí, aquello fue el último gran naufragio de un buque de la Armada Española, porque nunca después ha habido que lamentar la pérdida de 34 marinos de una tacada. Hay que remontarse a ocho años antes, en concreto a junio de 1946, para encontrar una tragedia similar, cuando el submarino C-4 se hundía en aguas de Mallorca tras ser arrollado en un simulacro de la Armada por el destructor Lepanto. No hubo supervivientes, desapareciendo en aguas del Mediterráneo los 44 miembros de su tripulación.
El mismo mar Mediterráneo engullía la tarde del 25 de marzo de 1954 al dragaminas Guadalete, aunque lo haría mucho más al sur, en concreto a 19 millas al este de Ceuta y a unas 30 millas al sur de Marbella. Y se hundía después de luchar durante 20 horas con un fortísimo temporal de levante jamás visto en esa zona y cuando buscaba desesperadamente refugio en algún puerto del Estrecho.
La última singladura del Guadalete no encerraba a priori complicaciones. Tras zarpar del puerto de Ceuta su misión era una vigilancia rutinaria por la costa norte de África –que formaba parte del Protectorado de España en Marruecos– pasando por los peñones de Vélez y Alhucemas y por los caladeros españoles de pesca que había por allí para llegar primero a Melilla y luego a las islas Chafarinas, antes de enfilar el viaje de regreso a Ceuta. El tiempo estimado para realizar la misión era de tres días, pero todo salió mal.
El Guadalete zarpó de Ceuta a las 22 horas del miércoles 24 de marzo de 1954. Y al poco tiempo, nada más doblada Punta Almina, se topó de lleno con un temporal de levante que poco a poco iría cogiendo vuelo hasta engullir al buque, algo que sucedería en torno a a las 18 horas del jueves día 25. Es decir, unas 20 horas en las que los 78 hombres de la tripulación hicieron todo lo que estaba en su mano para intentar mantener el buque a flote, aunque sin éxito.
Hay dos elementos que ayudan a entender por qué el dragaminas no regresó de inmediato a Ceuta a la vista del temporal que se avecinaba. El primero es que entonces las predicciones meteorológicas nada tenían que ver con las actuales. Sólo el barómetro ayudaba a vaticinar algo lo que estaba por venir. Pero es que además el comandante del Guadalete en esta última singladura, el teniente de navío José María González de Aldama, acababa de tomar el mando pocos días antes. Al ser su primera misión, es lógico pensar que no quiso significarse ante sus mandos superiores volviendo a la localidad ceutí a las primeras de cambio.
Pero la mala fortuna hizo que el Guadalete se topara de lleno con un temporal de levante con una virulencia que no se ha repetido en las siete décadas posteriores. Y eso castigó a un buque muy plano, construido por la Bazán en base a un proyecto alemán ideado para barcos que tenían que navegar en aguas más tranquilas, como las del Báltico. Además, se trataba de unos dragaminas que tenían mucha tendencia a hocicar en la mar, que desaguaba mal por los imbornales y que tenía deficiencias en su frisado. Además, el Guadalete, de 62 metros de eslora y un peso muy elevado de unas 550 toneladas, fue uno de los últimos barcos construidos con propulsión a carbón, otro elemento que terminó siendo clave en su hundimiento. Y es que en esos años de carestía en plena posguerra, la Armada Española tenía que conformarse con un carbón de no muy buena calidad. Además, el temporal hizo que el agua del mar entrara por todos los compartimentos, mojando ese carbón y haciéndolo inservible.
Precisamente, al ser el barco de carbón era preciso que cada cierto tiempo se limpiara el cenicero de las dos calderas. Pero el fuerte levante impedía hacerlo de manera óptima. Eso hizo que, a instancia del jefe de máquinas, el comandante fuera variando progresivamente el rumbo del barco, hasta que bien entrada la madrugada del día 25, y viendo la gravedad de la situación, optara por poner proa a la mar, dirigiéndose de lleno al temporal.
Pero a primera hora de la mañana, con el levante cada vez más fuerte y con el buque con serios problemas para mantener la potencia, el comandante optó por regresar para buscar refugio en algún puerto del Estrecho. Llegaron así varios intentos de hacer la ciaboga (giro de 180 grados), quedándose el barco atravesado a la mar. Hasta llegaron a quemar todos los elementos de madera que había a bordo, e incluso le echaron a la caldera un poco de fuel que había en el barco para intentar algo de propulsión, pero todo se iba quedando en nada.
Además, y pese a los reiterados avisos de auxilio, ningún barco llegaba en su socorro, porque el temporal impidió que el destructor Císcar que había zarpado de Cádiz pudiera cruzar el Estrecho, y el transbordador Virgen de África que había salido de Algeciras también tuvo que regresar. Los que sí aparecieron delante del Guadalete fueron dos navíos –una corbeta supuestamente británica y un mercante– que pese a presenciar la agonía del buque español omitieron la primera ley del mar, que es ayudar a un barco en apuros.
De esta manera, y una vez que las dos calderas quedaron totalmente inutilizadas y con el agua inundándolo todo, el comandante reunió a toda la tripulación en babor y apuró hasta el último momento antes de dar la orden de abandono del buque, algo que se produciría en torno a las 18 horas.
En ese momento el Guadalete se hundía por estribor y por popa en aguas del Mediterráneo. Toda la dotación saltó a una mar arbolada y enfurecida en la que, según algunos testimonios, podía haber olas de más de 12 metros de altura. Fue ahí donde empezaron a visualizarse las primeras muestras de pánico entre los marineros, que hasta el momento habían combatido el temporal con heroicidad y sin muestra alguna de subordinación ante las órdenes de sus superiores.
Ya en el mar llegaría la hipotermia y el agotamiento de unos hombres que llevaban muchas horas de trabajo sin descansar y sin apenas alimentarse. Para colmo los chalecos salvavidas eran deficientes y no había para todos y los botes auxiliares que llevaba el buque fueron arrancados de sus amarres por esa mar embravecida.
Empezaron ahí a morir muchos de los tripulantes hasta que de la nada surgió un buque italiano, el Podestá, que volvía hacia su país y que, haciendo unas maniobras de suma destreza, inició una operación de rescate lanzando escalas de gato por uno de sus costados, lo que permitió salvar a 45 hombres, aunque uno de ellos fallecería de agotamiento ya en la cubierta.
A partir de ahí los supervivientes serían trasladados primero a Gibraltar, luego a Algeciras –donde fueron atendidos en el Hospital Militar– y finalmente a San Fernando, donde llegaron a bordo del Císcar, que sí pudo llegar el día 26 al lugar del naufragio para recoger seis cadáveres. El funeral del día 27 en la localidad isleña, con siete ataúdes siendo portados a hombro desde el Poblado Naval de San Carlos hasta el cementerio de la ciudad, marcó a los vecinos de San Fernando durante años.
Y un mes después el Mediterráneo escupiría a las costas de África otros seis cadáveres que serían enterrados en Ceuta, aunque uno de ellos jamás pudo ser identificado.
El hundimiento del Guadalete apenas tuvo eco en los medios de comunicación de Madrid, ya que el régimen de Franco no quiso que ello empañara ni el decimoquinto aniversario el 1 de abril de la victoria del bando nacional en la Guerra Civil ni la llegada un día después al puerto de Barcelona del Semíramis, que traía a bordo a casi 300 veteranos de la División Azul liberados por Rusia.
Las víctimas del Guadalete recibieron la cruz al mérito naval con distintivo rojo pero luego fueron condenadas a un olvido absoluto. Hubo que esperar la friolera de 60 años, hasta 2014, para que primero en Ceuta y luego en San Fernando, en un acto organizado por el Ayuntamiento y por la Armada, se rindiera homenaje al fin a la tripulación del Guadalete. Hoy, 70 años después, aún permanecen con vida siete de los supervivientes del último gran naufragio de un buque de la Armada: Jaime Beltrán, que reside en San Fernando; Ricardo Corrales (Algeciras), Eumenio Prieto (Ceuta), Martín Vivancos (Cartagena), Justo Montesinos (Torrevieja), Jordi Vázquez (Barcelona) y Juan Echevarría (Colindres).
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