El adiós a Cayetana de Alba

Aquella camarera descalza de la Virgen

  • La duquesa ha protagonizado más de cincuenta años de vinculación con una cofradía con la que fue espléndida.

Fue nombrada camarera de la Virgen de las Angustias en los años cuarenta, cuando la hermandad radicaba en Santa Catalina porque la iglesia de San Román había sido literalmente destruida en los días de la Guerra. Ella era entonces una niña, la duquesa de Montoro. Frecuentaba poco la hermandad, porque solía estar de viaje. En 1950 se produjo el retorno de la cofradía a San Román. La hermandad necesitaba entonces un almacén para sus enseres. La duquesa habilitó unas dependencias en el mismísimo Palacio de las Dueñas donde se guardaron el paso del Señor y otros enseres. Con tal motivo mandó hacer armarios y cajoneras. Todo fue puesto a disposición de la hermandad hasta 1977, cuando se adquirió la actual casa de la calle Socorro. 

Su primer marido, Luis Martínez de Irujo, también se caracterizó por su generosidad con la cofradía. Presidía de paisano el paso una Madrugada de los años cincuenta cuando presenció cómo se partió un candelabro de cola en plena calle. Se preocupó en que se hicieran unos magníficos candelabros en plata de ley que hoy se siguen utilizando. En 1958 se produjo otro hito en las relaciones entre la Casa de Alba y Los Gitanos. La duquesa compró terciopelo de Lyon de color azul pavo para hacerle un manto a la Virgen. Es el manto que hoy se conoce como el de la coronación, pues se utilizó en tal acontecimiento, en octubre de 1988. La duquesa vivió aquella coronación con gran pasión. Se involucró mucho. Su segundo marido, Jesús Aguirre, se hizo hermano de la cofradía aquel mismo año. Ella se ofreció para todo a la hermandad. Desde entonces quedó plenamente integrada en la vida cotidiana de la corporación. 

El período de vinculación especialmente intensa se produce a partir de 1993, cuando es elegido hermano mayor su gran amigo Juan Miguel Ortega Ezpeleta, el vestidor de la Virgen, el hombre que de niño había jugado a las cruces de mayo en el Palacio de las Dueñas con los hijos del administrador. “Me quedaba maravillado con los retrasos de Rafael el Gallo que había en el palacio. Eran mis familiares”. La duquesa admiraba de Ortega Ezpeleta su vinculación con una dinastía de grandes toreros, su gusto por el arte y su lealtad. La duquesa vivió muy de cerca el último y definitivo exilio de San Román, que comenzó en 1994, y las interminables gestiones para conseguir un templo propio. Descartado el de Santa Lucía, la hermandad puso sus miras en la conocida como antigua iglesia del Valle. La hermandad consiguió en 1996 la cesión de un templo en estado de ruina que era lugar habitual de indigentes, matorrales y escombros. Una tarde, a las cinco, que era siempre la hora preferida de la duquesa para realizar determinadas visitas, acudió a conocer in situ el templo. Pisó los escombros y entabló allí mismo un diálogo con el hermano mayor en voz muy baja.

–Que sepas que la Casa de Alba se hace cargo del techo.

 

–¡Bendito sea Dios, que ya tenemos techo!

 

–Pero no te alegres tanto que aquí queda mucho por hacer. ¡Pero si esto es una Catedral! ¡Qué grande! 

Al final, como era previsible, la Casa de Alba no sólo asumió la techumbre. El 14 de febrero de 1994 fue consagrado el nuevo templo. Y siguieron más y más ayudas, como el manto que regaló en 1997, al que Ortega Ezpeleta decidió que se le bordara en el centro el escudo ducal, lo cual fue toda una sorpresa para ella. 

La duquesa estuvo ejerciendo su cargo de camarera hasta hace tres lustros. Siempre se subía al paso descalza para cumplir con sus labores de ayuda al vestidor. Todo un gesto de sencillez y naturalidad. Cayetana de Alba vivía con gran intensidad el momento de vestir a la Virgen. Le traía alhajas suyas, que también prestaba a la Macarena, y se las prendía en el pecherín.

Cuando Ortega dejó de ser hermano mayor en su primera etapa, la relación de amistad continuó, pero ella se desvinculó algo de la cofradía. Hace pocos años animó a su amigo a que se presentara de nuevo al cargo. Él le dijo que sí, siempre y cuando ella aceptara formar parte de su junta de gobierno. Cayetana llegó a ser consiliaria primera de su queridísima hermandad, la número tres del escalafón. “Te buscaba en los momentos en que uno lo estaba pasando mal, como una verdadera amiga. Si te daba su amistad, era para siempre. Ha sido una gran desconocida para mucha gente. No era grande por sus títulos, sino por su persona”. Hoy quedan como hermanos de la cofradía varios de sus hijos: Carlos, duque de Huéscar; Alfonso, duque de Aliaga; Cayetano, conde de Salvatierra y costalero del paso del Señor, y Eugenia, duquesa de Montoro que también tiene el título de camarera de la Virgen.

Ortega afirma rotundo que la duquesa aportó siempre más a las obras asistenciales de la cofradía que al enriquecimiento del patrimonio material. Pero no quiere dar datos específicos, sino el relato de un pasaje que bien define a la persona: “Hace muchos años íbamos en coche bajo la Giralda y mandó parar porque se fijó en los caballos de los coches de punto. Estaban famélicos. Le pidió a los cocheros que les pusiera una manta, pero el cochero no tenía. Mandó que trajeran mantas del Palacio de las Dueñas. Y allí estuvimos hasta que llegaron con las mantas. Se quedaba con la dirección de los cocheros y les mandaba sacos de alfalfa para los animales. Y se preocupaba de que a esos caballos ya moribundos los llevaran a una finca suya en Córdoba para que no murieran sacrificados, sino de forma natural y bien atendidos hasta el último día”.

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