En estos tiempos de crispación en los que el ansia de victoria parece haberse convertido en un impulso universal prácticamente inevitable, gobiernos, partidos, comunidades e incluso individuos, anhelan alcanzar ese triunfo que parece dar sentido y legitimidad a su existencia. La victoria se entiende como un fin en sí misma, como si representara un valor absoluto, independientemente de los medios que se puedan llegar a emplear para alcanzarla. Pero es en esta concepción generalizada del éxito, en la que conviene detenerse y reflexionar: ¿qué tipo de victoria es verdaderamente digna y merecedora de ser celebrada? ¿Sobre qué pilares puede construirse un triunfo que no deje tras de sí más que ruinas, cicatrices y silencios?
Todas las victorias no son iguales. Algunas provienen de luchas que nacen de una confrontación en la que cada parte conoce y entiende los riesgos. De alguna manera, los combatientes eligieron su destino y asumieron las consecuencias. Quien lucha sabe que puede vencer o caer, y sabe también, que su vida y su causa son tan vulnerables como las del adversario.
Sin embargo, resulta muy distinto el triunfo que se edifica sobre la sangre de inocentes o indefensos, sobre el exterminio de quienes no tuvieron elección, sobre los cuerpos de aquellos que fueron arrastrados a la violencia sin armas y sin voz. Esa no es una victoria. Es una mancha, un vacío moral, un aparente triunfo que en realidad se sostiene sobre la negación radical de la humanidad del otro. Ahí no hay gloria, sino vergüenza. No hay un futuro por construir, sino una herida que se mantendrá abierta durante generaciones.
Mi análisis busca, precisamente, esclarecer la naturaleza de esta diferencia. La necesidad de cuestionar qué clase de victoria deseamos en un mundo que avanza desbordado de conflictos y ambiciones desmedidas.
La historia ofrece ejemplos paradigmáticos para reflexionar sobre la dignidad de las victorias. En el contexto del 12 de octubre, Día de la Hispanidad, la figura de Blas de Lezo emerge como emblema de una victoria fundada no en la destrucción del inocente, sino en la resistencia y la defensa de lo propio frente a la violencia de la conquista.
En 1741, durante la ofensiva inglesa contra Cartagena de Indias, el almirante Edward Vermon perseguía no solo un objetivo militar, sino también la afirmación de un modelo de dominio sustentado en la violencia, la humillación del vencido y el control absoluto de territorios y pueblos. Tal fue la prepotencia de aquella empresa que, incluso antes de la contienda, en Inglaterra se acuñaron medallas conmemorativas que proclamaban la supuesta victoria sobre un Blas de Lezo arrodillado, bajo la inscripción: “El orgullo español humillado por el almirante Vermon.”
Con una flota de unos 180 navíos –setenta de ellos de guerra–, dos mil cañones y más de treinta mil hombres, entre ellos un contingente de macheteros reclutados en Jamaica, Vermon daba por asegurada su victoria. Sin embargo, la respuesta de Blas de Lezo, al mando de solo seis barcos y poco más de dos mil hombres, junto a seiscientos flecheros indígenas, encarnó una concepción distinta del triunfo no basada en la aniquilación del enemigo, sino en la resistencia, la disciplina y el pundonor. Su propósito no fue someter, sino defender una plaza y, con ella, la dignidad de un pueblo frente a la desmesura de la ambición imperial inglesa.
La victoria de Blas de Lezo no constituyó una afirmación del poder por sí mismo, sino la evidencia de que existen triunfos sustentados en la honradez y en la decencia. Su ejemplo revela que, incluso en los momentos más convulsos, cuando la ambición de vencer amenaza con eclipsar la conciencia es posible combatir sin prescindir del honor.
Con el tiempo, la historia distingue entre quienes vencen por la fuerza y quienes lo hacen en defensa de lo propio. La gesta de Blas de Lezo trasciende lo militar y demuestra que la honestidad es el verdadero fundamento de toda victoria; porque no toda lucha merece reconocimiento. La que nace de la ambición y del afán de dominio se degrada en violencia, mientras que la defensa de la libertad y de la vida justifica la resistencia.
Lezo no buscó conquistar, sino preservar Cartagena de Indias del ataque opresivo del imperio inglés. Su triunfo se sostuvo en la inteligencia estratégica, en la organización y en el uso racional de sus escasos recursos. Donde Inglaterra impuso la fuerza del número, Blas de Lezo respondió con la excelencia del ingenio y la firmeza de la integridad. Comprendió que la auténtica victoria no se define por la aniquilación del adversario, sino por la humanidad que se protege en medio del conflicto.
En definitiva, su ejemplo demuestra que solo las victorias que pueden narrarse sin vergüenza perduran en el tiempo. La verdadera conquista no aniquila, sino que deja en pie un porvenir de respeto. En una época en la que la ambición ciega las conciencias, es urgente recordar que la historia digna no se escribe con sangre, sino con justicia y solidaridad. Hoy, más que economistas, el mundo necesita humanistas. Hombres y mujeres capaces de comprender que la grandeza de los pueblos se mide por la honradez y la conciencia moral que custodian.
Diego Gómez-Ángel Arango es catedrático de Medicina de la Universidad de Sevilla y miembro de la Real Academia de Medicina de Sevilla y de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras de Cádiz.