Crónica Flamenca: V Jornadas de los Cantes de los Puertos
Con el aforo completo, el público fue testigo de un viaje emocional a través del cante, el toque y el baile
Las V Jornadas del Cante de Cádiz y El Puerto regresan al Monasterio de la Victoria del 28 al 30 de agosto
Tres jornadas para el recuerdo, donde el cante, el toque y el baile confirmaron que el flamenco, en su diversidad, sigue vivo y latiendo en El Puerto. El Monasterio de la Victoria acogió la quinta edición del ciclo 'Los Cantes de los Puertos', una cita ineludible que, a lo largo de tres veladas trenzó con acierto el ayer y el hoy del flamenco. Con el aforo completo, el público fue testigo de un viaje emocional a través del cante, el toque y el baile, confirmando que este arte sigue vivo, latiendo entre la herencia de las sagas y el impulso de las nuevas generaciones.
Primer Día: Un diálogo entre generaciones
La primera jornada estableció un profundo diálogo entre dos épocas, encarnadas en la promesa juvenil de Esmeralda Rancapino y la sabiduría ancestral de María Vargas. Presentado por Javier Villar, del programa de radio ‘Calle Lechería’, el acto contó con la presencia de autoridades y representantes de la peña, rindiendo también un sentido homenaje a la memoria del investigador portuense Antonio Cristo.
Esmeralda Rancapino: La Promesa con Sangre de Saga
Con apenas 18 años, Esmeralda Rancapino (El Puerto de Santa María, 2006) carga con el peso y el privilegio de una doble herencia flamenca. Por vía materna, es descendiente de los Rancapino, con su abuelo Alonso Núñez ‘Rancapino’ como faro del cante; por la paterna, de los Orillo, saga encabezada por el carismático bailaor festero Ramón ‘Orillo del Puerto’. Esta estirpe dual se intuyó desde el primer momento en el escenario.
Ataviada con un elegante vestido largo negro y dorado, inició su recorrido por una toná, desplegando una voz redonda, fina y de afinación prometedora ante un público que llenaba la sala. Tras una emotiva bienvenida, donde agradeció el cariño de su tierra y su peña, se adentró en las alegrías. Comenzó en los medios, subiendo el temple con seguridad y rematando por arriba, aunque dejando en el aire la sensación de que aún puede apretar más, explotar todo el poderío que atesora.
En la soleá de Cádiz se apoyó en el toque preciso y natural de la guitarra para templar su voz, cantando con soltura, aunque los aficionados más puristas esperaban un macho final con más dramatismo y hondura. Fue en los tangos donde mostró un salto significativo en su madurez artística. Arrancó por los canasteros para, después, elevarse con tangos propios, dedicados a su legado familiar. Aquí, el público respondió con los primeros aplausos fervorosos de la noche.
La dedicatoria de sus bulerías a ‘Orillo del Puerto’, Pansequito y El Pititi fue un guiño consciente a sus raíces. Con palmas medidas y compás justo, se sintió cómoda y desenvuelta. Incluyó un emotivo recuerdo a Remedios Amaya y su 'Quién maneja mi barca', rematando con una pataíta personal que arrancó una fuerte ovación. Su despedida, por fandangos caracoleros a pie de escenario, acompañada solo por la guitarra, fue un brote de naturalidad y sabor. Deja la impresión de una cantaora con facultades envidiarles voz bonita, melismas controlados, pausa que aún tiene mucho por explorar y entregar.
María Vargas: La Memoria Viva del Cante
La segunda parte de la noche perteneció a una de las últimas leyendas vivas: María Vargas. Su sola presencia sobre las tablas, a su edad, es un acto de coraje y amor al arte. Natural de Sanlúcar de Barrameda y representante de la saga Vargas, su linaje la conecta directamente con la historia más primigenia del flamenco: es sobrina bisnieta de Tomás el Nitri (Tomás Ortega López, 1838-1907), pionero del cante jondo y primer receptor de la Llave de Oro del Cante.
María, quien debutó en su juventud en el mítico tablao ‘Los Canasteros’ de Manolo Caracol, demostró que el cante grande nunca se olvida. Abrió por soleá con una voz profunda, madura y llena de matices sentidos. Continuó por tientos y tangos, medidos y pausados, interpretados con el poso de quien es toda una decana del cante.
El momento de mayor hondura llegó con la siguiriya. Con emoción, confesó que cantar a su edad es un reto, y agradeció a la Peña Tomás el Nitri "llevando el nombre de su antepasado" la invitación que la trajo expresamente desde Madrid. Su voz, rota y bronca, cargada de quejíos antiguos y la experiencia de una vida, transmitió una verdad que traspasó el corazón del público. Aquí se vivió el flamenco en su esencia más pura: cuando las facultades físicas flaquean, el arte se sustenta en el alma entera.
El respetable, entregado, le pidió bulerías. María respondió con un recorrido por estilos lentos y antiguos, de una solera añeja como vino viejo. Dio todo lo que tenía, se sintió a gusto, y el público la celebró en pie con ‘bravos’ y ‘olés’. Finalizó por fandangos, recordando su vida en Madrid. El último, cantado a capela, con el público acompañándola con palmas por bulerías, fue una muestra conmovedora de cómo, con pocos recursos, se puede dar todo. El auditorio lo reconoció con una larga y calurosa ovación al compás.
Fue la noche donde, como bien resumió un asistente, “la juventud puso las facultades; la madurez, con menos, dio el corazón”.
Segundo Día: Jerez en Estado Puro
La noche del viernes el flamenco alcanzó su cénit con la actuación del cantaor jerezano Jesús Méndez y el guitarrista Juan Manuel Moneo. La velada se transformó en un auténtico ritual donde el duende se hizo presente en cada quejío y cada rasgueo.
Jesús Méndez, de la emblemática saga de ‘La Plazuela’ y sobrino-nieto de la inmensa Paquera de Jerez, agradeció a la peña y a El Puerto, “tierra que siento como mía”. Juan Manuel Moneo, guitarrista de estirpe, abrió con un toque sobrio y elegante que dio paso a unas alegrías interpretadas con vocalización clara y un palpable eco gaditano y camaronero.
El viaje continuó por una malagueña de acento jondo, para luego dar un respiro con unos tangos dedicados a Chiquetete, que Méndez interpretó con ternura y desgarro. El momento de mayor profundidad llegó con las seguiriyas, un cante de verdad donde el dolor se convirtió en quejío puro.
El cierre, por bulerías, fue antológico. Un recorrido por los estilos de Triana, Utrera, Jerez y Cádiz, donde la conjunción entre voz, toque y palmas alcanzó su punto álgido. El fin de fiesta a capela, con una pataíta incluida, desató los ‘oles’ espontáneos y una cerrada ovación. Aunque algunos echaron en falta un repertorio más variado, la entrega total y la pureza de su propuesta convirtieron la velada en una experiencia memorable.
Tercer Día: El Baile como Broche de Oro
El escenario acogió para la clausura un elenco artístico de lujo: el lenguaje flamenco de Kiko Peña con su voz afillá (Écija) y Juan Fariña con su voz laína (Huelva), acompañados por las guitarras de Salvador Andrade (de La Línea) y Gaspar Jiménez (de Estepona).
La presentación fue sobria y evocadora: dos guitarras, dos cantaores para el jaleo y, como único adorno, una silla de anea sobre el entarimado. La noche comenzó con el sonido limpio de las guitarras, que dialogaron a dúo interpretando con delicadeza el cancionero popular de Lorca "El Vito", "Los cuatro muleros". Los cantaores se fueron intercalando en los sones, creando un mano a mano de contrastes: la voz caracolera y natural de uno frente a la voz afillá y portuosa del otro, dos caras de una misma moneda que se complementaron en fandangos, cantes de Huelva y recorridos por la Sierra, ofreciendo un estilo con esencia folclórica que cerró la primera parte de fandango alosnero al ala limón y conjuntamente dándole un estilo folclorista.
En el intermedio, Tolo, presidente de la peña, subió al escenario para agradecer al público y a los concejales presentes su apoyo constante, recordando los humildes inicios de los recitales veraniegos en el Hospitalito y la consolidación de esta quinta edición en el Monasterio de la Victoria.
Con la segunda parte, las guitarras abrieron por tangos. Los cantaores respondieron con vigor. Era el preludio para la salida del bailaor David Morales. Ataviado con un traje azul, se paseó con elegancia y pose por el escenario antes de comenzar su baile.
Inspirado en la huella de Antonio Gades "contando historias con el cuerpo" y en el estilo de Mario Maya, David Morales inició su arte sentado en la silla, taconeando con fuerza y marcando el compás con un bastón, en una interpretación llena de dramatismo y sensibilidad. Al levantarse, recorrió los compases de Tona con figura, utilizando el bastón en diálogo con sus zapateados, precisos y cargados de intención, sin grandes filigranas pero con una expresividad conmovedora.
Bailó después por compases de dices tiempos de la amalgama que llevan varios palos del flamenco el toque y su baile, jugando con el compás de las guitarras y las voces, demostrando una teatralidad interpretativa que recordaba aquella escuela casi olvidada de los grandes narrativos del flamenco. Pero el momento cumbre llegó al final: hincado de rodillas, suplicó simbólicamente por la paz y contra la guerra, evocando con dolor la terrible situación de los niños de Palestina. El público, sobrecogido por un silencio respetuoso, estalló en una ovación unánime y prolongada, con bravos y aplausos que reconocían la valentía y el mensaje del artista.
David Morales agradeció emocionado el respeto del silencio y la calurosa acogida. El fin de fiesta, a capela, con ecos de cabales, puso el broche final a una noche donde el baile fue mucho más que técnica: fue emoción, memoria y un relato vivo que quedó grabado en el corazón del público.
Así lo presencié, así lo viví. Y si algo de mi sentir se ha colado entre estas palabras, que sea como el eco de un cante que no quiere morir. Para la afición flamenca. El Puerto de Santa María, tres noches de agosto de 2025.
También te puede interesar
Lo último