Crítica de 'Las amargas lágrimas de Petra Von Kant' en El Puerto: Techos de cristal y espejos afilados

Teatro

Una imagen de la obra.
Una imagen de la obra. / Nave 10 Matadero

Entre las formas más habituales de aprovechar un vuelo transatlántico no está la de escribir una pieza teatral que acabe siendo un referente de tu época, pero es lo que logró Rainer W. Fassbinder, niño prodigio nacido en la Alemania que acababa de perder otra guerra mundial y que no llegó a cumplir los cuarenta por mor de una sobredosis, pese a lo cual dejó un catálogo diverso e idolatrado. Aún era un veinteañero cuando firmó su hazaña aeronáutica titulada Die Bitteren Tränen der Petra von Kant, éxito inmediato tras su estreno sobre las tablas y película de culto cuando él mismo la llevó al cine. Fue una maravilla de atrevimiento estético que quebró los esquemas de su tiempo, donde la cámara se convertía ahora en herramienta para llevar al espectador desde cada plano a cada pulsión del alma de un plantel de mujeres que se destrozaban vivas sin salir de una habitación.

El proyecto estético era el armazón de un programa ideológico que aplicaba los parámetros de Bertolt Brecht y aquello del teatro épico que quería huir de cualquier naturalismo complaciente. El efecto desasosegante de la propuesta, desde el punto de vista formal, era angustioso al extremo de agitar las entrañas del espectador como lo hicieron los primeros vates de la tragedia griega: obligando al receptor a juzgar las historias sin manipulaciones sentimentales y precipitarlo, desde ese abismo, a la catarsis. Nadie sale igual que como entró en cualquiera de las mejores obras de Fassbinder y ese espíritu perturbador es el que trajo el sábado hasta el portuense Teatro Pedro Muñoz Seca una nueva versión de Las amargas lágrimas de Petra von Kant, el título más emblemático de Fassbinder, con producción de Nave 10 Matadero y Pentación Espectáculos, dirigida y versionada por Rakel Camacho. Última de abono, por cierto, de una temporada que ha contado por éxitos cada una de sus funciones.

La propuesta es exigente y ambiciosa, y al frente del elenco está Ana Torrent, aquella niña de ojos oscuros y magnéticos que en El espíritu de la colmena atravesó, con la aguja de la inocencia, la piel encallecida de España en los estertores del franquismo. Ahora, casi sexagenaria, presta su mirada a Petra, brillante diseñadora en lo profesional y lúgubre fracasada en lo sentimental, que cae rendida a los encantos de Karin, en cuya piel salvaje se mete la televisiva Aura Garrido, joven menesterosa sin proyecto de vida, con quien inicia una relación tan arrebatadora como previsible en su naufragio. Sabemos cómo va a terminar todo, pero nos dejamos seducir por esa batalla de egos que acaba convirtiéndose en un intenso melodrama en el que destaca la labor extenuante y milimétricamente contenida de ambas actrices. Aquí no hay cámaras que puedan ofrecer primeros planos expresivos y reveladores, así que son ellas las que han de acercarnos los entresijos de ese vínculo asimétrico, agónico desde sus prolegómenos, dolorosamente tóxico, que quiso ser una crítica a la burguesía de un momento y de un país, pero cuya potencia trasciende cualquier limitación espacio-temporal, porque estamos ante un conflicto universal de dominados y dominantes, de opresores que fueron oprimidos y sometidos que apretarán, con la bota de la prepotencia, la garganta de alguien en cuanto tengan ocasión. Esta no es una historia de mujeres, sino de seres humanos frágiles, capaces de vomitar lo peor de sí mismos, enredados en calculados juegos de poder donde vencerá quien sea capaz de embridar mejor sus emociones.

Secundan a las protagonistas Julia Monje, en el rol de una asistente personal cruelmente esclavizada, Maribel Vitar, la amiga esnob de la aclamada diseñadora, y María Luisa San José, veterana dama de la farándula patria, que es un regalo para cualquier aficionado con algo de memoria. Sobreviven todas en un espacio escenográfico forzadamente aparatoso, recargado de luces y espejos, entre el retrofuturismo y la horterada kitsch, que roza la desmesura y nos hace preguntarnos hasta qué punto era necesario tanto barroquismo visual cuya artificiosidad expulsa al espectador, por momentos, de la esencia de los diálogos que hierven ante el decorado; como prescindibles son también esos cortes musicales que, lejos de engrasar el ritmo de la trama, lo interrumpen lastimosamente. Pero el fondo salva la forma gracias al magistral trabajo de las actrices que culminan, en todo lo alto, esta necesaria revisión de un clásico de la dramaturgia europea.

stats