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Análisis

Sobre las relaciones entre España y China

  • Los vínculos de nuestro país con la segunda economía mundial deben ser intensos pero también simétricos: allí es más difícil invertir y los estándares sociales y ambientales son distintos

Pedro Sánchez, con el presidente chino, Xi Jinping

Pedro Sánchez, con el presidente chino, Xi Jinping

Ambos países cumplimos en 2018 cuarenta años de reformas. La nuestra iniciada con una Constitución que señaló el tránsito desde un sistema autoritario a una democracia liberal, perfectamente homologable con nuestros países de referencia, a la par que hemos ido transitando, no sin dificultades, hacia una economía de mercado y hacia la expansión del Estado de Bienestar. En el caso de China, es habitual situar la decisión de reorientar la política económica en una reunión del Comité Central del Partido Comunista (PCCh) habida a finales de 1978, apenas dos años después del fallecimiento de Mao y ya bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, el gran propulsor de las reformas que se han traducido a lo largo de los años en un crecimiento insólito de prosperidad material para las personas –una fuente de legitimación expresamente asumida por el Partido Comunista–, un papel relevantísimo en la economía mundial y, desde tiempos más recientes, en una vocación de liderazgo en determinados ámbitos y en una gran visibilidad; factores que caracterizan la presidencia de nuestro visitante.

China representa el 8% de las importaciones españolas y sólo el 2% de las exportaciones

Algunos expertos, tales como Enrique Fanjul, del Real Instituto Elcano, no dudan en señalar que con Xi Jinping se inició un nuevo período, manifestado en una nueva política exterior que abandona el perfil modesto preconizado por Deng y el ejercicio de la influencia en los asuntos internacionales; de lo cual es un buen ejemplo el abanderamiento de la libertad de comercio internacional; a lo cual se suma la gigantesca iniciativa infraestructural de la Nueva Ruta de la Seda, cuyos efectos principales tendrán lugar en el centro y sudeste de Asia y en algunas zonas del Este de África, a la par que China ha venido convirtiéndose en un actor principal en la financiación internacional al desarrollo. A esa manifestación se añade una auténtica involución de la liberalización del sistema político que se había manifestado en el pasado reciente. Lo establecido en el último congreso del PCCh no deja lugar a dudas respecto a la exclusividad del partido y su función central en la conducción del país, a la vez que podría hablarse de un cierto retorno del culto a la personalidad, lo que había sido dejado atrás con Mao. Y en el campo económico estamos asistiendo a una traslación hacia un crecimiento más basado en el consumo interno, en los servicios y en la innovación, frente a la vocación industrial, exportadora y de bajo coste que caracterizó a las pasadas décadas, y a lo que se añade un ingente volumen de inversión exterior en adquisición de empresas occidentales. Es menester que vayamos cambiando nuestros estereotipos sobre China son pena de quedarnos desactualizados.

El gigante asiático oscila entre su apertura al exterior y su resistencia a la liberalización política

Nuestras relaciones económicas con China se traducen en unos intercambios comerciales (importaciones + exportaciones) todavía relativamente modestos: algo menos de 30.000 millones de dólares en 2016 frente a 5.000 millones de dólares en 2001, año de ingreso de China en la Organización Mundial de Comercio. La desigualdad es la que el lector podría imaginar, ya que de la suma de 2016 casi 24.000 millones corresponden a nuestras importaciones de China. Para este país no somos un partner comercial relevante: significamos un 2% de sus exportaciones y poco más del 1% de sus importaciones. A la inversa la situación es algo diferente. Sabido es que nuestros principales intercambios se producen con otros países europeos, aproximadamente dos tercios de nuestras importaciones y exportaciones, pero el país asiático es ya el origen de un 8% de nuestras importaciones, aunque es el destino de sólo el 2% de nuestras ventas internacionales. De ahí que cualquier acercamiento o mejora de las facilidades haya de ser bienvenido.

Como grandes rubros de nuestras exportaciones figuran, por orden, la carne de cerdo (somos los segundos, tras Alemania), minerales (probablemente incluyendo reexportaciones), maquinaria industrial y eléctrica, vehículos, plásticos y productos farmacéuticos. De bastante menor cuantía que las anteriores son nuestras exportaciones de vino y de aceite de oliva, habitualmente mencionados, sin perjuicio de que seamos sus cuartos proveedores de vino y los primeros de aceite de oliva, donde ocupamos la primera posición a gran distancia de Italia. Frente a esta realidad, importamos de China una gran diversidad de productos, destacando por este orden: textiles y muebles, maquinaria, productos electrónicos, y químicos y plásticos, que conjuntamente suponen casi el 80% del total.

Nuestras relaciones económicas no finalizan en los intercambios comerciales, sino que se amplían a la presencia de empresas y participación en proyectos. Fuentes chinas (el medio Chinadaily) estiman en más de 700 las empresas españolas allí presentes, con una inversión acumulada de 3.800 millones de dólares en los sectores financiero, energía, telecomunicaciones y transporte, principalmente. La inversión china en España se estima en unos 2.300 millones de dólares, en los ámbitos de energía, logística, agricultura, telecomunicaciones, finanzas e infraestructura.

Las relaciones no comerciales se manifiestan en la existencia de seis Institutos Confucio en España y de una sede del Instituto Cervantes en Pekín; y hemos de felicitarnos porque el castellano haya sido incluido en el currículo escolar como idioma extranjero. Por otra parte, es todavía modesta la participación del turismo chino entre nuestros visitantes: del orden de medio millón de personas en 2017 frente a unos 160.000 turistas españoles en China, aunque estas cifras vienen siendo crecientes.

Es a todas luces importante mantener unas relaciones vivas y cordiales con la segunda economía del planeta, y está bien que, como ha hecho nuestro gobierno, saludemos a la causa de la libertad de comercio. Pero no por ello hemos de caer en la ingenuidad. Las relaciones de Occidente con China no son simétricas en cuanto a facilidades para el comercio y mucho menos para la inversión exterior y para el asentamiento de empresas en China. Por el contrario, siguen existiendo limitaciones significativas, aunque exista ahora la promesa de minorarlas. Y nos encontramos también en una situación de competencia desigual debida a la diferencia de estándares sociales y ambientales ante lo que hemos mirado hacia otro lado. Desde luego, no se trata de la prevalencia de unos valores morales o políticos sobre otros, no tenemos derecho a considerar que los nuestros sean mejores por el hecho de ser los nuestros, pero sí hemos de tener en consideración que las reglas de juego no son equiparables, máxime tomando en consideración el papel que en China juegan las empresas públicas y el soporte que reciben del Estado o de los gobiernos provinciales. No se trata de proteccionismo, sino de equidad en la competencia.

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