Laurel y rosas

Paisaje con sal de Chiclana

EN estos días –y en los próximas semanas–, la bienvenida en Chiclana la da uno de los últimos vestigios de nuestra historia y nuestra tradición: los tajos, o como decía Fernando Quiñones, “las grandes cuadrículas amargas de la sal”. Ya de vuelta desde la Isla, precediendo el tómbolo comercial de Urbisur. Es el esplendor de los 180 tajos que aún mantiene la salina de Santa Ana de Bartivás. Uno de los paisajes más extraordinarios que ofrece esta ciudad y por el que más pasamos de largo. Más espléndido todavía al caer la tarde, cuando el reflejo del sol de poniente la viste los tajos de un intenso rojizo por la presencia de esa microalga denominada Dunaliella salina. Y qué color, qué vida, qué historia, qué tradición.

Así que acudo a Antonio Ruiz-Serrano, que con su hermana Pilar, sostienen Santa Ana de Bartivás, la quinta generación: “Ahora estamos labrando los cristalizadores, o como decimos nosotros, los tajos. La sal ya está cristalizando, esperamos sacarla a finales de junio o en la primera quincena de julio, porque dependemos del tiempo: fundamentalmente, de sol, de que haya buena temperatura y levante. Son nuestros motores”. Bartivás es hoy referente inevitable de uno de los productos más extraordinarios –y únicos– que mana de la Bahía de Cádiz: la sal marina virgen. “Nosotros seguimos la tradición de sacar sal de manera tradicional –explica–, con lo cual no metemos maquinaria en los tajos, o ésta no está en contacto con la sal. Es un proceso casi totalmente manual, o si nos ayudamos con máquinas, siempre manteniéndolas lejos del tajo”.

Las salinas de la Bahía de Cádiz, y con ellas las de Chiclana, y más aún ésta de Santa Ana de Bartivás, desbordada por la ciudad, acuchillada por el Tranvía, tienen el don de que en el producto final –esa espléndida sal marina virgen– se consume siglos de historia, una marisma luminosa, un paisaje espectacular, una flora sorprendente y una ornitología, incluso, desbordante. “El hecho de seguir manteniendo la salina como tal, a parte de un negocio, que lo es, justito, pero lo es –admite Antonio–, contribuye al mantenimiento de una tradición y una costumbre, a la producción de un producto único que las salinas industriales no pueden producir, como es la Sal Marina Virgen, y a parte contribuye al mantenimiento del medio ambiente, de toda la flora y fauna, sobre todo la gran riqueza de aves, que se mantienen porque a su vez disponen de los circuitos de agua propios para la obtención de la sal”.

Ruiz-Serrano da voz a lo que es evidente: “Es necesario para la biodiversidad el mantenimiento de la salina como tal”. Pero, ante todo, en esa sal marina virgen lo que se consume es una tradición netamente familiar. “Nosotros somos la quinta generación. Por tanto son, digamos, cinco generaciones que pesan en tus decisiones”. La familia Ruiz-Serrano la ha mantenido desde 1927, aunque la explotación salinera es muy anterior, al menos, desde finales del siglo XVIII cuando el francés Pedro de Bartivas Ardous construyó su molino de marea. Antonio cita a Joaquín Ruiz Belizón, su bisabuelo, quien la adquirió, y que en 1942 tenía 457 tajos en labor. A su hija Ana Ruiz Marín, y de ahí a su sobrino y ahijado, Joaquín Ruiz-Serrano Morales, quien no deja de ser “el alma” de Bartivás pese a su fallecimiento en 2012. Y el padre de Antonio y de Pilar.

“Nosotros somos fieles a todos ellos. Nuestra sal es puramente artesanal y guarda todos los elementos que le otorga al mar. Pues tiene magnesio, yodo, fluor, que son importantes para la salud del ser humano”, explica Antonio. “Consumir esta sal implica varios beneficios –prosigue–. Primero, que la sal marina es más beneficiosa para la salud que la sal industrial. Y Esto está lo suficientemente contrastado científicamente. Después, ayuda al mantenimiento de un paisaje único. Y luego, al mantenimiento de esa historia y esa tradición. Por tanto, salud, tradición y sostenibilidad son los pilares básicos de una salina”.

Por eso, digo yo, tendríamos que reivindicar el paisaje, defenderlo, recorrerlo, explicarlo. Y consumir esa sal que pronto veremos amontonarse en el salero al reflejo del sol, señalando como un hito que la historia no se debe perder. Y, sobre todo, consumir esa sal marina virgen –y esa también magnífica flor de sal, que contiene menos cloruro sódico, más allá de que esté de moda en la cocina de postín– que nace del mar del Atlántico y crece en nuestras propias entrañas. “La sal marina virgen es muy apreciada. Pero más fuera que dentro, incluso fuera de España, sobre todo en los países europeos. Es un producto gourmet que además lleva un sello de ecológico, bio y sostenible, que aprecian mucho los países nórdicos. Son capaces de pagar más por un producto. Y ese plus es lo que nos hace a nosotros sobrevivir”.

Como escribió el poeta Eduardo Gener una tarde de 1965 en la bodega La Teja a modo de oración: “Yo te ofrezco, Señor, esta sal:/ Era verso de mar y un levante/ la hizo cante de cristal”. La sal de Chiclana.

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