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Crónicas del retornado

Un mundo feliz

El escritor británico Aldous Huxley publicaba en 1935 la novela de este título, que anticipaba una sociedad “perfecta” basada en la tecnología más avanzada y, sobre todo, dividida en categorías humanas rigurosamente jerarquizadas. Ya no hay pobreza y las necesidades básicas están cubiertas en su totalidad. De esa manera todos creen vivir en un mundo feliz, hasta que un sujeto llamado “El Salvaje” comienza a cuestionarse la supuesta perfección de este modelo.

Otra importante distopía literaria fue escrita por Ray Bradbury: “Fahrenheit 451”, publicada en 1953. También aquí hay un tío aguafiestas, el bombero Montag que osa poner en tela de juicio un sistema aparentemente perfecto y equilibrado, gracias al control completo de la sociedad mediante la quema de libros.

Podría seguir con Orwell, pero ya creo haber agotado la paciencia de mi eventual lector chiclanero con mi habitual pedantería, así que bajemos a terreno más concreto.

Amigos profesores me cuentan que en Chiclana, y es de suponer que en muchos otros lugares de España, algunos centros de enseñanza organizan los grupos de clase dividiendo a los alumnos en categorías: de más listos, a menos listos; de mejores a peores estudiantes. Así un grupo A reunirá a los más espabilados; en tanto que en un grupo F o G se acumularán los peorcitos, junto a los de peor conducta. Y si los profesores lo dicen, yo me lo tendré que creer, por muy increíble que me parezca.

Por supuesto los grupos de los listos serán, por añadidura, los bilingües; los de los menos listos tendrán que conformarse con estudiar en esa lengua de segunda clase que llamamos castellano o español. ¡Pobrecillos! Alguna otra vez he objetado el llamado bilingüismo escolar, que me resulta, con perdón, algo ridículo. A mi me parece que lo de la enseñanza bilingüe nace de la probada deficiencia idiomática de casi todos nuestros políticos, que se las han visto y deseado en sus viajes y reuniones internacionales para comunicarse con sus interlocutores políglotas. También porque el español medio rara vez se maneja en una lengua que no sea la suya propia con el correspondiente acento regional.

Pues yo no sé de qué nos escandalizamos, porque esa limitación se produce en hablantes de cualquier lengua hablada por muchos millones de personas. Pruebe usted a viajar a Reino Unido o a Estados Unidos de América e intente comunicarse en un idioma que no sea el inglés. Las lenguas que han sido “coloniales” se resisten a compartir su dominio con cualquier otra, salvadas algunas excepciones grupales o individuales.

Pero volvamos a lo de las castas escolares. Lo de clasificar a los estudiantes desde pequeñitos me parece una barbaridad con todas las letras, y lógicamente sucede en un País que todavía considera la formación profesional una enseñanza de segunda clase, tal vez por un residuo de aquella sociedad “hidalga”, que consideraba el trabajo manual impropio de personas de cierta alcurnia y lo reserva para los plebeyos. A partir de esta consideración, parece que toda discriminación es posible.

Recurriré al manido ejemplo de Albert Einstein, que no comenzó a hablar hasta los tres años, lo que hizo que se le considerase algo retardado, y luego, pues ya ven ustedes. Claro que no entiendo cómo llama la atención que el sabio no comenzase a hablar hasta tan tarde, cuando muchos de nuestros políticos nunca han comenzado nunca a hablar, lo que se dice a hablar, o lo han hecho “en diferido”. La oratoria parlamentaria me parece a mi que enfermó tras la Segunda República Española y todavía no se ha recuperado; aunque a lo mejor “estamos trabajando en ello” (pronúnciese con acento de Alabama o Wisconsin).

Tampoco tenemos que echarle toda la culpa de la discriminación a la organización de los centros escolares, porque buena parte de la responsabilidad recae sobre las familias, emperradas a conducir a sus vástagos hacia una élite imaginaria, sean cuales sean sus aptitudes y apetencias personales. Es que la cultura del éxito, que divide a los seres humanos en ganadores y perdedores ha calado muy hondo en nuestra sociedad. Una amiga mia muy querida está emperrada, según me dicen, en que su nieto curse una carrera universitaria, pese a que el chaval, majísimo por otra parte, ha ido manifestando desde muy pequeño un notable desinterés por el estudio. No es un caso único.

También me cuentan esos profesores que algunas familias se indignan si se mezcla a su brillantísimo y ejemplar niño o niña con criaturas épsilon de menos brillo y enjundia. Eso induce a la Dirección del Centro a organizar los grupos de clase a gusto del consumidor. ¿Para qué buscarse problemas con personas tan enteradas y exigentes?

Lo peor de todo es que esta forma de prejuzgar las capacidades de los niños desemboca necesariamente en una sociedad profundamente desigual y cargada de prejuicios sobre las personas. Lamentable.

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