A vueltas con el colegio mayor Beato Diego José de Cádiz

tribuna de opinión

Dos rasgos al menos deben caracterizar nuestro enfoque de la Historia: su carácter inclusivo y una visión comprensiva de la misma

A vueltas con el colegio mayor Beato Diego José de Cádiz
A vueltas con el colegio mayor Beato Diego José de Cádiz
Manuel Bustos Rodríguez
- Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Cádiz

31 de mayo 2018 - 08:52

Con motivo de la reconstrucción del antiguo colegio mayor Beato Diego José de Cádiz se ha vuelto a abrir un viejo tema. Hace unos años algunos colegas se pronunciaron en contra de que el edificio continuara portando dicho nombre, por entender que tal personaje no merecía ser el titular de este organismo universitario. Los escritos cesaron más tarde, al no saberse a ciencia cierta el uso que se le daría al edificio tras su cierre. Ahora, cuando las obras, ya muy avanzadas, anuncian su apertura para el próximo curso académico, han vuelto a aparecer nuevos textos pidiendo la supresión del nombre con el que tradicionalmente ha sido conocido desde su inauguración. Los dos últimos que he podido leer corresponden a nuestro sagaz periodista Fernando Santiago y el más reciente (20 de mayo) a tres compañeros de la Universidad de Cádiz.

Debo advertir que si bien perteneciente a mi época de especialización (la Edad Moderna) el Beato no es santo de mi devoción. Me siento más próximo, espiritualmente hablando, a Teresa de Jesús, Fray Pedro de Alcántara o Edith Stein que a él. Sin embargo, mi condición de historiador me anima a salir al paso con algunas precisiones que conviene recordar, de manera particular a los neófitos.

No podemos tener una visión unívoca de la Ilustración, hoy ya muy revisada, a estas alturas La Historia es nuestra Historia, nos gusten o disgusten unos protagonistas u otros

Dos rasgos al menos deben caracterizar nuestro enfoque de la Historia: su carácter inclusivo y una visión comprensiva de la misma. Y esto no es sólo exigible a los historiadores de profesión, sino que debiera serlo también a toda persona culta que quiera acercarse honradamente, con deseos de objetividad y sin prejuicios, al pasado.

¿Qué queremos decir con lo de inclusivo? Pues que la Historia es la que es y no como nos hubiera gustado a nosotros que fuera. Y, por tanto, que no podemos inventárnosla para valorarla desde nuestra sensibilidad actual. En el ya largo devenir humano ha habido siempre de todo: personajes y acontecimientos que no nos gustan, que pueden, incluso, parecernos abyectos y reprobables, y otros, en cambio, dignos de reconocimiento, encomio y admiración. La Historia es a la vez acumulativa: los hechos se suceden en el tiempo y, de cara al presente, suman elementos de los dos tipos referidos. Así las cosas, no parece sensato aplicar el filtro ni la censura para dejar en la memoria de nuestros coetáneos y de aquellos que nos suceden, solamente aquellos eventos y personajes que parezcan a nuestro juicio, siempre limitado y parcial, dignos de ser recordados. Si actuásemos de esta forma estaríamos obligados a hacer una limpieza completa, inconmensurable, que, a su vez, sería corregida con el paso de los años por otra similar, probablemente de signo contrario, cuando fuesen otros, con ideas distintas, quienes gobernasen o influyesen sobre la cultura.

Así, mirando con coherencia desde nuestra actual atalaya, ¿acaso no habría que excluir aquellos nombres vinculados a masacres, delitos y ataques verbales contra la dignidad de las personas, muy numerosos por cierto, que a lo largo de la Historia han sido? En este sentido sería necesario quitar de nuestra vista los de la mayoría de los conquistadores por haber acabado con un abultado número de indios, pero también los de los independentistas hispanoamericanos (Bolívar, San Martín o Rizal) por haber matado españoles como ellos, defensores de la integridad territorial de su nación. El de Menéndez Pelayo por su catolicismo militante, agresivo a veces; los de aquellos que, en nombre del pensamiento marxista, se cargaron unos cien millones de seres humanos y establecieron crueles dictaduras. O el de La Pasionaria por animar a las masas a asesinar a todos los que ella consideraba fascistas. Y así un largo etcétera sin fin que nos llevaría a un permanente remover nombres de calles, quitar placas conmemorativas, estatuas y símbolos, dependiendo de la ideología dominante en cada momento. Por todo ello, debo insistir que la Historia es nuestra Historia, la que ha sido, nos gusten o disgusten unos protagonistas u otros, y por tanto ha de recordar e incluir a quienes ya pertenecen a ella sin exclusiones caprichosas, por muy bien fundamentadas que las creamos.

Y enlazo así con la segunda de las características que arriba señalaba, íntimamente relacionada con esta: la comprensión. Decía un notable historiador marxista, Pierre Vilar, conocido sin duda de mis colegas, que "juzgar en Historia es comprender", idea que suscribo enteramente y siempre he procurado aplicar a lo largo de mis muchos años de docencia. En efecto, es un craso error juzgar el pasado con nuestros criterios y valores actuales, producto del poso y la experiencia acumuladas por la Humanidad a lo largo de varios siglos de historia. Si así lo hiciéramos, tendríamos de nuevo que excluir de la memoria multitud de sujetos: los esclavistas, los faraones egipcios, los crueles espartanos, los inquisidores, los quemadores de brujas, los masacradores de campesinos, los partidarios de regímenes totalitarios sin excepción… Ardua empresa, sin duda, por no darse cuenta que aquello que hoy nos parece reprobable (el trabajo infantil, la marginación de los homosexuales, la lucha implacable contra el error o la herejía, etcétera) fue en otras épocas considerado conveniente y, en algunos casos, hasta un deber. Insisto, como dice el historiador citado, que el pasado sólo puede ser entendido desde sus propias coordenadas, no desde las nuestras, con independencia que se profese una u otra ideología. Pues, ¿qué dirán el día mañana acerca de nosotros cuando se valore sin tapujos, en toda su magnitud y crueldad, el fenómeno social del aborto?

Mis compañeros apelan a la Ilustración, a la que se opuso férreamente el Beato, como origen de nuestro sistema democrático actual de tolerancia, libertad y laicidad. Y, en efecto, así es. Pero, para ser más exactos, conviene también en este caso hacer algunas precisiones. La primera, obvia, mal que le pese a algunos: la Ilustración, el llamado Siglo de las Luces, solamente pudo darse a partir de una cultura como la nuestra de raíces cristianas. No existió nada parecido en las culturas de Asia, África o en el seno del propio Islam. Los valores ilustrados no hubieran sido posibles en Occidente, si este, antes, no hubiese formado parte de la Cristiandad. Chesterton llegaría a decir, con su jugosa ironía, que la Revolución Francesa, culminación del pensamiento ilustrado francés, se hizo en nombre de "los principios cristianos que se han vuelto locos". No tengo aquí espacio para desarrollar este importante tema.

Por otro lado, no podemos a estas alturas tener una visión unívoca de la Ilustración, hoy ya muy revisada por los estudiosos en su diversidad, implicaciones y efectos. De la Ilustración partió, cierto, un movimiento, primero incipiente, luego ya más vigoroso, de carácter liberal en favor de la democracia y la libertad; pero también se forjaron en su seno, a partir de la creencia en la Razón todopoderosa, la autonomía plena del hombre, las leyes inmutables reguladoras de la Historia, la Economía y la Sociedad y el progreso sin límites, las utopías secularistas e inmanentistas más terribles, que asolaron Europa en los siglos XIX y XX. ¿Se puede entender acaso Marx sin Condorcet? ¿El anarquismo sin Rousseau? ¿El Superhombre del nacionalsocialismo sin la fe en un hombre desligado de todo sentido religioso que crea el futuro a partir de su propia voluntad, auxiliado por la ciencia? Los primeros pasos para la aplicación de los principios ilustrados más vigorosos tuvieron lugar durante la Revolución Francesa, que quiso construir una realidad diferente, un hombre nuevo, con mayor intensidad en el período de la Convención, haciendo tabla rasa del pasado y de las propias limitaciones. Una vez más, el experimento se saldó con un alto número de cadáveres a golpe de guillotina, injustas represalias y toda una ola de terror que conmocionó a Europa. En la Ilustración, por tanto, no todo lo que relució fue oro. Planteó a la posteridad grandes retos y también grandes problemas, aún sin resolver. Hubo, pues, oscuridades que no conviene olvidar, frente a las que las soflamas del Beato Diego José de Cádiz parecen peccata minuta. Pero no por eso, quitaremos los nombres de Voltaire, Helvetius, Diderot o Rousseau a los organismos e instituciones que se identifican con ellos. La Historia es como ha sido y hay que respetar sus características.

Conclusión: a la vista de estos argumentos y de otros que dejo de momento en el tintero, confío que nuestro rector atienda las razones dadas y no se pliegue en esta ocasión, por temor o por evitar complicaciones, a lo políticamente correcto.

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