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Historia

La oratoria parlamentaria nació en Cádiz

  • Cuando se inauguraron las Cortes Generales y Extraordinarias en 1810, empezó por primera vez en España a oírse hablar en público a alguien más que no fuera abogado o predicador

José Mejía Lequerica, diputado por Ecuador.

José Mejía Lequerica, diputado por Ecuador.

Entendemos por oratoria la capacidad, más bien arte, de hablar en público con elocuencia y, dentro de ella, distinguimos la llamada oratoria parlamentaria como una variedad de la misma, consistente en ejercer dicha elocuencia en la sede del poder legislativo y, por extensión, en la política en general.

En España ha habido grandes oradores desde nuestras Cortes de Cádiz hasta llegar al momento actual, donde parece ser que este género va perdiendo buena parte de sus viejas esencias. Por lo común, cuando hacemos mención a algún orador notable indefectiblemente acudimos al británico Churchill (¡qué manía!), con tanta frecuencia o casi con tan abrumadora exclusividad, que no solo lo hemos hecho uno de los nuestros, sino que hasta le atribuimos sentencias que posiblemente nunca pronunció. Sin embargo, nos olvidamos de una larga nómina de grandes oradores españoles, desde Cánovas o Castelar hasta los más recientes como Felipe González (de muy buena dicción andaluza) o Mariano Rajoy (irónico y socarrón), pasando por Azaña, Gil Robles o La Pasionaria en la Segunda República, conscientes de que, por falta de espacio, dejamos de mencionar a otros muchos igualmente brillantes.

Ramon Power, diputado por Puerto Rico. Ramon Power, diputado por Puerto Rico.

Ramon Power, diputado por Puerto Rico.

Ahondando precisamente en nuestra Historia y sin necesidad de acudir al extranjero, contamos con un hecho singular e irrebatible, como es que los orígenes de nuestro parlamentarismo radica en las Cortes de Cádiz y que muchos de sus diputados destacaron por su gran capacidad oratoria. Diputados, por lo demás, no solo de la Península sino también de los territorios ultramarinos de América y Filipinas, lo que supone un acicate más para reivindicar nuestra lengua española común, en unos momentos en que se apuesta por Cádiz como futura sede del X Congreso Internacional de la Lengua Española.

Brillantez frente a la vana ampulosidad

Cuando se inauguraron las Cortes Generales y Extraordinarias en 1810, empezó por primera vez en España a oírse hablar en público a alguien más que no fuera abogado o predicador. Se dio paso, pues, a una tribuna donde los discursos de los diputados sobre las cuestiones más variadas o puntuales no solo eran seguidos atentamente, sino que hasta eran comentados luego con cierta pasión en las tertulias. Las sesiones parlamentarias, con la prohibición de que asistieran las mujeres, eran públicas, salvo aquellas que, por lo confidencial de su contenido, se consideraban secretas. Por supuesto que el reglamento de las Cortes prohibía las palabras malsonantes y hasta se pensó en un uniforme para los diputados, que no prosperó, en una cámara donde abundaban los tonos negros y grises. Alcalá Galiano, joven testigo entonces de aquellos debates, no deja de señalar, respecto al público asistente, “el desorden con que los concurrentes a las galerías tomaban parte y ejercían influjo en las deliberaciones”.

Agustín de Argüelles, diputado por Asturias. Agustín de Argüelles, diputado por Asturias.

Agustín de Argüelles, diputado por Asturias.

Hubo, pues, grandes oradores que abarcaron todo el espectro político del momento, autores de intervenciones brillantes y muy elaboradas, aunque bien es verdad que muchos otros hicieron gala de una excesiva ampulosidad en sus discursos, explicada en parte por la tendencia a la gratuita verbosidad, aunque también, y no conviene olvidarlo, al convencimiento de la trascendencia del momento histórico que estaban viviendo. Filósofos más que publicistas, muchos de los discursos aparecían a medio camino entre la disertación académica, cargada de citas históricas en un alarde de innecesaria erudición, y el sermón político. No faltaron los críticos de turno que achacaron todo ello a la falta de costumbre de los españoles a hablar en público y, de paso, a la falta de luces de académicos y de otras corporaciones parecidas. Jovellanos, por su parte, denunció la improvisación y la falta de método en la elaboración de los discursos, quejándose de que era muy frecuente que las proposiciones, discusiones y deliberaciones se hicieran de golpe, “sin la reflexión y meditación que requieren las graves materias que deben resolverse”.

Aún así, al lado de una cierta oratoria huera y barroca, hubo intervenciones brillantes y efectistas destacando en el bando liberal Agustín de Argüelles, tal vez el mejor de todos y apodado ‘El Divino’, Diego Muñoz Torrero, razonador y analítico, José María Calatrava, sobrio de palabras pero ordenado y concreto, y Juan Nicasio Gallegos, para algunos mejor poeta que político... Por su parte, en el bando conservador, mal llamado ‘servil’, vemos a Alonso Cañedo y Vigil, siendo muy sonado en Cádiz su discurso a favor de la Inquisición, Francisco Gutiérrez de la Huerta, orador fácil y verboso declamador, y Vicente Terrero, ceceante y de marcadísimo acento andaluz. Pero, de entre este grupo, destaca sobremanera la figura de Pedro Inguanzo y Rivero, diputado por Asturias y luego cardenal, tal vez el más genuino representante del pensamiento tradicionalista y posiblemente el mejor dialéctico conservador, muy habilidoso para el debate parlamentario y de gran capacidad para la respuesta fácil.

Asimismo, junto con sus actuaciones parlamentarias, algunos de estos diputados también nos dejaron interesantes testimonios escritos sobre esta época, como el famoso ‘Viaje a las Cortes’, de Joaquín Lorenzo Villanueva; ‘La Historia del levantamiento, guerra y revolución de España’, del conde de Toreno; ‘El Examen sobre la Reforma Constitucional de España’, de Agustín de Argüelles, o ‘Las Memorias y Recuerdos’, de Antonio Alcalá Galiano, que, aunque no fue diputado entonces, era un joven que ya empezaba a interesarse por la política y, además, era sobrino del diputado por Córdoba del mismo nombre, lo que ha dado lugar a más de una confusión a la hora de identificarlos. En todas estas obras disponemos de noticias de primera mano, por lo general bien escritas y con cierta amenidad, sobre todos estos acontecimientos. También escribieron panfletos, opúsculos, artículos, discursos escritos... muchos de ellos dirigidos contra la prensa, de la que se sentían cuestionados, entablándose así sabrosas y enconadas disputas.

Los diputados hispanoamericanos

En su gran mayoría se decantaron por el liberalismo. Siempre más atentos a sus intereses territoriales que a la realidad vivida entonces en la península, hay una total coincidencia en que el diputado más sobresaliente del grupo americano fue el ecuatoriano José Mejía Lequerica. Marcelino Menéndez Pelayo, a pesar de su liberalismo conservador, no deja de reconocer sus grandes dotes como parlamentario, habida cuenta de que “arrebataba a todos los diputados americanos la palma de la elocuencia, a ninguno de nuestros diputados reformistas cedía en brillantez de ingenio y rica cultura, y a todos avejentaba en estrategia parlamentaria”.

En una línea parecida podemos citar también a López Lisperguer, decidido defensor de una clase criolla, madura e ilustrada, a la que consideraba poco valorada a la hora de otorgar mayor autonomía política a los territorios americanos. Muy activos también en sus reivindicaciones americanistas fue Guridi Alcocer, considerado un ‘polemista terrible’, frente a otros más discretos como Ramón Power, que destacaba por su elocuencia, con discursos más bien largos, pero ordenados en riguroso escalonamiento lógico y de evidente fuerza disuasoria... Caso aparte es el del filipino Ventura de los Reyes, que consiguió liberalizar el comercio del archipiélago.

Juan Nicasio Gallego, diputado por Zamora. Juan Nicasio Gallego, diputado por Zamora.

Juan Nicasio Gallego, diputado por Zamora.

Entre los abiertamente independentistas y con cierta actitud desafiante figura Beye de Cisneros, que incluso mantuvo una postura próxima a los disidentes, justificando la insurrección americana. Por el contrario, en una postura que calificaríamos de claramente ‘españolista’, figuran Antonio Pérez y Martínez Robles, orador fácil y de trato ameno, considerado el diputado de Ultramar menos ‘americanista’, con una línea ambigua de actuación que le hizo estar de acuerdo a veces con los intereses peninsulares, llegando a apoyar el uso de la fuerza armada contra los insurrectos; y Blas de Ostolaza, ex confesor de Fernando VII, de ideas absolutistas y considerado de carácter inflexible de marcada hostilidad hacia casi todos.

‘Los culiparlantes’

Sin embargo, aunque hay un buen de número de diputados (hubo 305 en total), cuyos nombres aparecen en casi todos los debates, no todos intervinieron en los mismos, pues hubo algunos que nunca hablaron públicamente en las sesiones. Tal fue así, que el polémico periodista Félix Mejía, con el tono sarcástico que le caracterizaba, los tacharía de “culiparlantes”. Bajo el pseudónimo de Carlos Le Brun, publicó en Filadelfia sus ‘Retratos Políticos de la Revolución Española’ (1826), donde no dejaba prácticamente títere con cabeza a la hora de dar su visión de los protagonistas principales de dicha Revolución en sus dos fases, Las Cortes de Cádiz y El Trienio Liberal.

Con todo, de entre estos diputados, llama poderosamente la atención algunos ejemplos dignos de mención por sus probadas cualidades y su preparación más que acreditada. Tales son los casos, especialmente, de Antonio Alcalá Galiano y Fernando Antonio Navarro. Sobre el primero, diputado por Córdoba, al que siempre se le suele confundir con su sobrino del mismo nombre, era absolutista y desempeñó un papel bastante gris como parlamentario, a pesar de su grandes conocimientos en materia hacendística. En cuanto al segundo, diputado por Cataluña, según Le Brun, “aunque calló constantemente”, pasó por ser el diputado más instruido de las Cortes, “su continente y su moderación le confirmaban la opinión de sabio que le daban sus compañeros”. Por su parte, el diputado liberal, Conde de Toreno, en sus ‘Memorias’ apenas se explican sus silencios, habida cuenta de su gran preparación académica, haber estudiado en la Sorbona y recorrido diversos países europeos. Conocía a fondo “varias lenguas modernas, las orientales y las clásicas, y estaba familiarizado con los diversos conocimientos humanos, siendo, en una palabra, lo que vulgarmente llamamos, un pozo de ciencia”.

Finalmente hay un pequeño grupo de diputados cuya adscripción política resulta realmente difícil vislumbrar, bien porque su actuación no sea lo suficientemente clarificadora o porque se incorporaron bastante tarde a las Cortes y que apenas tuvieron participación alguna. Por último, un muy corto número de diputados, que no figuran encuadrados en ningún grupo determinado, y que con sus rarezas y sus actitudes pintorescas o sencillamente desconcertantes, podemos calificarlos más bien de atípicos. Así, el diputado granadino Manuel Jiménez del Guazo, absolutista recalcitrante y gran defensor de la Inquisición, se erigió en individuo pintoresco y frecuente objeto de burlas por sus extravagancias y su quijotesca indumentaria a la antigua usanza. Otro fue el caso del canónigo Felipe Miralles, diputado por Cuenca, quien en su única intervención parlamentaria propuso como medio regenerador de la vida española que “las mujeres vistieran sin desnudez”, se prohibieran “palabras impías y obscenas” y se hiciera rigurosa observancia del mandato de los superiores eclesiásticos. Asimismo, que no se consintieran en el ejército “prostitutas ni juegos prohibidos por las leyes”.

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