El intento de asalto a Cádiz de 1625

El autor analiza las claves del fracaso de la flota anglo-holandesa que intentó hace 400 años asaltar Cádiz, una ciudad defensivamente más preparada que durante el desastre de 1596

Manuel Bustos Rodríguez
- Catedrático emérito de la Universidad CEU San Pablo.

01 de noviembre 2025 - 07:00

El año 1625 será reconocido como Año milagroso (Annus mirabilis). Varios éxitos importantes de la Monarquía Hispánica concurrieron en ese corto período de tiempo como rara vez lo habían hecho antes. El Conde-Duque de Olivares exultaba, el rey Felipe IV no estaba menos satisfecho que su valido. Tras doce años de relativa tregua, en 1621, las armas volvieron al campo de batalla. Las guerras ya iniciadas y no plenamente clausuradas recobraron bríos en Holanda, Inglaterra, Francia, Alemania y Ultramar.

Pero, en esta nueva etapa, las cosas no iban a irles bien a los enemigos de España. Los arriscados holandeses fueron temporalmente vencidos, después de una lucha encarnizada, cerca de la ciudad de Breda (Flandes), por las tropas de Ambrosio de Spínola. Batalla muy conocida gracias al famoso cuadro de Velázquez. Fueron asimismo expulsados de las Filipinas y de Puerto Rico, desde donde amenazaban respectivamente al galeón de Manila y a las flotas españolas de América durante su trayecto, y, sobre todo, de Bahía de Todos los Santos, capital entonces del Brasil hispano-portugués. En cuanto a los franceses, fueron también obligados a abandonar Génova, aliada de España, y a despejar el valle alpino de la Valtelina, camino obligado de los tercios de Flandes. Y todos estos hechos acontecieron en 1625. El Imperio donde nunca se ponía el sol brillaba de nuevo con luz propia, a pesar de las amenazas crecientes de crisis económica que ya se percibían.

En ese mismo año, el 1 de noviembre, día de Todos los Santos, la boca de la Bahía de Cádiz se cubrió de barcos. No se trataba de los navíos que formaban habitualmente parte de las flotas de Indias. Aquellos portaban otras enseñas al viento y no venían precisamente en son de paz. No era la primera vez que esto ocurría. Aún permanecía vivo el recuerdo de 1596.

Apenas habían pasado veintinueve años, y las heridas provocadas por el asalto a Cádiz de ese año aún permanecían vivas. Un alto número de muertos en la batalla, la ciudad saqueada e incendiada, muchos símbolos religiosos destruidos o dañados, un grupo de personas con cargos trasladadas a Inglaterra como rehenes que debían ser rescatadas. El temor a que los hechos de entonces volvieran a repetirse estaba fijo en la mente de los habitantes de Cádiz. No en vano, el vicealmirante de la flota no era otro sino Robert Deverux, III conde de Essex, hijo de quien comandara de forma compartida la de 1596. La experiencia había sido muy dura como para olvidarla.

La ciudad aguardaba para 1625, al igual que Sevilla, cabecera del comercio, el regreso de los galeones y la flota. Las galeras de don Fadrique de Toledo, recién llegadas de la campaña del Mediterráneo, se hallaban fondeadas en el interior de la Bahía, buscando protección. A la vista de la escuadra enemiga, se habían encendido todas las alarmas. Ciertamente, Cádiz había aprendido la lección del 96 y estaba ahora mejor pertrechada para la defensa. El castillo de Santa Catalina acababa de concluirse y la entrada a la Bahía permanecía protegida por sendas fortalezas, El Puntal y Matagorda, las mismas donde se harían fuertes los asaltantes; pero el número de hombres para la defensa continuaba siendo insuficiente. El duque de Medina-Sidonia, Capitán General de las Costas de Andalucía, apeló urgentemente al Consulado y a la Casa de la contratación en busca de ayuda, barcos, pertrechos y dinero. El corregidor de Jerez, avisado, se dispuso para el envío de tropas.

El rechazo de los anglo-holandeses no era sencillo. Los 100-112 navíos que habían llegado con ellos, portaban un grueso contingente entre diez y doce mil hombres, con tropas de caballería y de infantería, además de la marinería y los mandos de los barcos. Pero jugaban a favor de los españoles varios elementos: el terreno en torno de la ciudad, casi siempre difícil de transitar; los refuerzos venidos de fuera gracias al control de los españoles del paso por el puente Zuazo, la falta de coordinación entre los mandos holandeses e ingleses (algo que volvería a repetirse en 1702) y la nula disciplina de la tropa, reclutada probablemente de aluvión y sin muchas garantías de eficacia.

Todo ello se puso de manifiesto en su comportamiento durante el avance hacia el corazón de la ciudad, una vez desembarcados en tierra firme por El Puntal, donde se afirmaron, al igual que en Matagorda. Y la nota anecdótica: los sabrosos vinos de la tierra y los deseos de botín pudieron más que la disciplina necesaria para afrontar la conquista del bastión gaditano. Sin mucho esfuerzo por parte española, perdieron la oportunidad de lograrla, viéndose obligados a reembarcar casi cinco días después de su llegada: los holandeses a un tiempo, los ingleses más tardíamente. Apenas habían podido avanzar por tierra.

Cádiz había puesto a prueba su capacidad defensiva gracias a los errores de sus enemigos. Las flotas de Indias pudieron regresar sin ser abordadas, al poco de salir los angloholandeses de la Bahía: otro fruto más del Año Milagroso. Estos hechos, considerados providenciales al igual que los arriba citados, llevaron primero a festejarlos y, algunos años más tarde, a ser recordados por pintores afamados de la época. El frustrado asalto de Cádiz y la exitosa defensa de don Fernando Girón bien merecían serlo. A iniciativa de Velázquez, se llamó a la Corte para la empresa a Francisco de Zurbarán, quien realizó un cuadro meritorio. El lugar elegido para fijar el recuerdo no fue otro sino el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro de Madrid. A pesar del progresivo deterioro de este edificio, la obra afortunadamente sobrevivió, y hoy se expone en El Prado para disfrute y conocimiento de todos. Pero antes, los gaditanos se habían salvado de un nuevo 96.

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