Las heridas por armas de fuego tras la batalla de Trafalgar

Una imagen y mil palabras

Cuando la confusión que provoca la guerra no permite el buen discernimiento

La imagen puede ser más poderosa que cualquier texto. Fomenta nuestro deseo de explorar y de saber. Despierta nuestros sentidos y nos dirige a las palabras que se harán más fáciles y entendibles. Imágenes que son la huella de nuestra historia y que deberíamos conocer

Tratado de vendajes y apósitos para el uso de los Reales Colegios de Cirugía. Canivell 1795.
Tratado de vendajes y apósitos para el uso de los Reales Colegios de Cirugía. Canivell 1795.
Hilda Martín
- Historiadora y escritora

08 de septiembre 2025 - 07:00

El día 29 de octubre de 1805, se produce el ingreso en el Hospital del Real Colegio de Cirugía de Cádiz de Silvestre Berengé, de veintinueve años de edad, nacido en la ciudad de Bastia en la isla de Córcega. Era uno de los pilotos del navío francés ‘Argonauta’ que recibió un disparo de fusil en la batalla de Trafalgar atravesándole el vientre, entrando la bala por la cresta del hueso íleon del lado derecho y saliendo a un dedo del ombligo por la parte posterior en el lado izquierdo.

Cuando el doctor Manuel Romero, maestro consultor del Real Colegio de Cirugía de Cádiz, recoge en sus observaciones la situación de este paciente no lo hace por la extrañeza del mismo, ni tampoco porque no fuera común atender a pacientes de balas en el hospital, sino que lo hace en ese empeño de mejorar el tratamiento médico a través de la experiencia, y un caso como este le servía de ejemplo práctico para mejorar las técnicas de reparación y cura.

Haciendo una crítica expresa a las operaciones de urgencias que se realizan en momentos de confusión, y como él mismo dice: de “aturullamiento y pavor que provoca el duro combate”, alabando la actuación del cirujano del ‘Argonauta', que antes de quitar la bala, a pesar de la gravedad en la que se encontraba el herido, decidió bajar la inflamación de la zona afectada hasta tal punto que la extracción fuera un éxito y la recuperación del paciente muy rápida.

La actuación ante una herida por arma de fuego hubiera requerido sobre todo de serenidad, pero la mayoría de las veces los cirujanos, rodeados de miles de heridos, tenían la necesidad de socorrer con la máxima prontitud.

Además, en las primeras curas, debía lograrse la estabilización de la herida, sabiendo prevenir y remediar la supuración, renovación de las carnes podridas, fracturas, hemorragias. Para ello observaban la evolución durante los seis días siguientes a la primera cura, teniendo muy en cuenta los indicios como la falta de sueño y el aumento de la sed del paciente.

En primer lugar se procedía a la extracción de los cuerpos alojados, recortando la piel dilatada sobrante, evitando los grandes vasos. Se continuaba buscando los cuerpos extraños que habían entrado en huesos, músculos y órganos, abriéndoles camino para que pudieran salir con facilidad. Se procuraba que las incisiones se ajustaran lo más posible a la herida.

Otra lámina del tratado de vendajes.
Otra lámina del tratado de vendajes.

Además, se empleaban sangrías tanto para detener este proceso inflamatorio como para la salida de malos humores, aunque coinciden en que las sangrías no debían ser muy numerosas, porque debilitaba el estado general del herido y esa falta de sangre impedía la aparición de nuevas carnes para cubrir la herida.

Uno de los remedios más utilizados eran las lavativas, purgantes y vomitivos y el consumo de tisanas emolientes. Se pretendía con ello disponer el cuerpo del soldado para que la cura fuera óptima, sobre todo si en las horas anteriores a la herida había realizado una marcha larga forzada o si tenía cargazón de estómago, a veces provocado por la misma pólvora o plomo de los proyectiles alojados en su cuerpo. Era importante evitar el uso exagerado de ungüentos, del mismo modo que limitar el número de curas, no debiendo hacerse más de una cada veinticuatro horas, y si la supuración fuera poca incluso reducirla a una cada tres o cuatro días. Así se protegía la escasa humedad de la herida, tan necesaria para la regeneración de la piel y no estropear los retoños que se iban formando. Además de evacuar la supuración de la herida, en las curas se recortaban y limpiaban las callosidades o durezas que se formaban alrededor para que no se produjeran fístulas.

Aconsejaban que la persona dedicada a realizar las curas sucesivas fuera siempre la misma, con la intención de que supiera la evolución de la herida. Una vez curada, se depositaban finos lienzos y planchuelas sobre esta prohibiéndose taponar.

Para extraer las balas, perdigones o trozos de tela, botones y coágulos, procuraban hacerlo por el mismo agujero por el que había entrado la materia, pero si la bala u otro objeto habían penetrado bastante se hacía una incisión en la parte opuesta y se empujaba. El instrumento más usado fue la pinza con anillos y los dedos. Se aconsejaba abrir de forma proporcionada a la herida y limitándose a la membrana adiposa, introduciéndose a continuación el dedo sin tocar ni los grandes vasos ni los tendones. A más incisión más gangrena, por lo que había que cubrir la herida abierta con aceite de manteca de cerdo caliente.

Si la extracción había sido correcta, debía lavarse la herida con una cocción de malvaviscos, hojas de malva y flor de manzanilla, emolientes que sustituyeron al espíritu de vino que favorecía la aparición de la gangrena. Tras esto se cubría con hilas secas a modo de vendaje.

Se purgaba al enfermo con una cocción de tamarindos a la que se le añadía nitro o aceite de almendras dulces o de linaza como vomitivo por si hubiera entrado veneno. Y se alimentaban en un primer momento con caldo ligeros, en el que la achicoria y la borraja eran las verduras más aconsejadas. Al cabo de unos días los caldos se hacían más nutritivos con harina de cebada y arroz.

Como medicamentos se usaban el bálsamo samaritano, la trementina mezclada con manteca de cerdo, el cerato de minio con aceite de almendras y cataplasmas hechas con flores aromáticas, harina y oximel.

En el momento en que aparecía la gangrena, se colocaban cataplasmas hechas con cuatro tipos de harina resolutivas, polvos de plantas aromáticas y semillas carminativas mezclados con vino blanco o tinto añejo. Cuando no era suficiente este remedio, se rociaba quina, aunque el término normal de la gangrena solía ser la amputación.

stats