El cura gaditano que ordeñaba las arañas
Prólogos en la costa
En mitad del siempre cuestionado diálogo entre fe y ciencia, emerge la figura del jesuita gaditano Ramón María Termeyer
El sacerdote trató de fabricar un aparato para extraer seda de los arácnidos
A veces se piensa que las personas creyentes no tienen curiosidad o vocación científica porque se dice que razón y fe son antagónicas. Y no es cierto. Más allá de los tópicos anticlericales que aprovechan la oscuridad que pasó por el Medievo, y luego por la Inquisición, la realidad es que el listado de clérigos empeñados en el conocimiento de las leyes naturales y el saber científicos es casi ilimitado. En Cádiz, sin ir más lejos, apenas recordamos que Celestino Mutis, además de naturalista de fama universal, fue también sacerdote. ¿Pero no quedamos en que los creyentes solo explican el mundo aludiendo al Génesis o a los milagros? Pues no. Precisamente, el creyente suele ser alguien que aprecia las maravillas naturales porque se para a contemplar. No todo creyente duda del origen de las cosas, pero sí mayor número de los que suponen los ateos y los agnósticos (términos muy diferentes pero que se confunden con demasiada frecuencia).
Cádiz, aquel Emporio del Orbe que retrataría Fray Gerónimo de la Concepción, siempre estuvo muy vinculada a los avances científicos y la apertura a las nuevas ideas que llegaban a su bahía. Cuando se recibe la visita de personas de todos los confines del globo, las preguntas se multiplican y la curiosidad siempre está presta y dispuesta a ver las novedades y escuchar fenómenos que ocurren en otras latitudes. Y las personas consagradas a Dios no fueron ajenas a este fenómeno. No es difícil entender que ciertos pecados son constantes en la humanidad, pero su escenario, contexto y accesorios, varían de una región a otra. En un lugar donde se encuentran diferentes culturas, creencias (a pesar de la interesada laxitud de la Inquisición gaditana para no molestar los impuestos del rey) y costumbres, los códigos de comportamiento, la rectitud moral y las convenciones sociales variaban en función de idiomas y dialectos. Valga esta introducción para entender que nuestra ciudad fue una tierra fértil para las personas religiosas curiosas y deseosas de conocer mejor el mundo que habitaban. Y en este sentido, si una orden religiosa siempre ha estado en la vanguardia ha sido la Compañía de Jesús (los jesuitas). Este interés por lo terrenal siempre ha tenido su lógica consecuencia en el mandato ignaciano de “estar en las periferias”, de estar en los confines del mundo... aunque fuese el mundo desconocido. Aunque inicialmente el carisma de los jesuitas no estaba en el campo de la educación de los ya evangelizados, sino en la labor misionera en tierras que desconocían a Cristo, pronto los pontífices romanos se dieron cuenta de la valiosa aptitud y actitud de los jesuitas como “instrumentos de enseñanza”. La Compañía de Jesús, siempre en el filo de la polémica por su peculiaridad, puso el énfasis en la estricta y amplia formación para sus miembros. No hay orden religiosa que exija mayor formación ‘civil’ y religiosa a sus integrantes para poder ser capaces y autosuficientes en sus respectivos destinos sin el apoyo de una comunidad. Hoy podríamos traducir aquellos misioneros como ‘guerrilleros de Cristo’ (más que los ‘soldados de Cristo’ en los que pensaba San Ignacio de Loyola) y como aquellos sacerdotes que puedes mandar a la otra punta del mundo, dejarlos solos y que se las apañen para sobrevivir y, encima, ser capaces de evangelizar sin que se los comieran antes. Ejemplos de esta capacidad de supervivencia, heroicidad y adaptación nos han dado miles (sin exageración) de nombres en letras de oro que han pasado a la historia en todos los continentes: Matteo Ricci ante el imperio chino, Anchieta ante las tribus brasileras, Pantoja en el nacimiento del Nilo azul y un casi infinito etcétera de nombres.
En Cádiz, desde 1564, hubo ‘Casa’ de la Compañía de Jesús dedicada a la enseñanza (a petición de los regidores de la ciudad, que conste) y a la formación de jesuitas camino de sus probaciones (etapas de formación del itinerario formativo humano y religioso de la orden). No fueron pocos los alumnos y jesuitas que pasaron por Cádiz. No en balde, la actual calle Compañía nos sigue recordando su paso por la ciudad hasta que se marcharon a finales del siglo XX. Desde la iglesia de Santiago hasta el edificio del establecimiento ‘La Marina’, podemos ver diferentes testigos de la historia (no olvide mirar el escudo en el portal de la casa donde se ubica ‘la Marina’ con el superviviente anagrama jesuita). Y de Cádiz salieron jesuitas con vidas tan interesantes como desconocidas en la actualidad para sus paisanos. Hoy nos vamos a referir a un gaditano jesuita que llevó su capacidad de curiosidad e investigación por los fenómenos de la naturaleza a diseñar un ‘ordeñador de arañas’ para obtener seda o a realizar experimentos de electricidad en animales. Se trata de Ramón María Termeyer (o Ramón Wittermeyer, según el ‘Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús’). Nacido el 2 de febrero de 1737, en el seno de una familia católica, de origen neerlandés o germánico, con las primeras luces de la transformación del pensamiento occidental con la Ilustración. Muy probablemente educado en la escuela de la calle Compañía, luego ingresó en los jesuitas el 11 de octubre de 1755 y fue ordenado sacerdote el 29 de septiembre de 1763 en Sevilla (confirmando la exigente formación jesuita durante ocho años). Una vez ordenado sacerdote, fue destinado al año siguiente a la provincia jesuítica del Paraguay y embarcó hacia Buenos Aires cargado con cajas de capullos de seda, que no debieron agradar en absoluto a los marineros si se llegaron a enterar que portaba semejante mercancía y la duda de contener polillas o termitas que eclosionasen durante el viaje. Por tanto, deducimos que su interés por la observación de la vida de las arañas e insectos ya se desarrolló en la Península y llegó con ella puesta al novedoso mundo subtropical que le abriría las puertas en su primer destino sacerdotal. Para alguien que ya tenía una sólida formación naturalista europea, llegar a América debió ser un sueño hecho realidad al poder encontrar nuevas especies y animales reales que solo conocía por grabados (escasos) en libros. No cuentan las crónicas si los indígenas mocobíes de la reducción San Javier se alegraron tanto de conocer al sacerdote que les llevaba una colección de arácnidos europeos teniendo en cuenta que ya ellos contaban con un buen surtido en variedad, tamaño y cualidades venenosas. Sea como fuere, podemos imaginar las caras indias cuando vieron al Padre Ramón María intentar fabricar un ‘ordeñador de arañas’ con la loable intención de lograr una producción industrializada de seda o su cara de sorpresa científica cuando supo que algunos peces provocaban calambres y sacudidas misteriosas. Estaba aprovechando los primeros estudios de sus compañeros jesuitas europeos, Niccolo Cabeo y Kircher, que ya trabajaban en ese tema. Además de las arañas y la electricidad animal, entre sus muchos estudios, serían de gran provecho los de agricultura, física, cría de guanacos y el excelente trabajo sobre la ‘yerba paraguaya’ (hoy conocida como ‘yerba mate’, fundamental en la economía y cultura del cono sur americano).
Lo que sí nos cuentan las crónicas es que los indios quisieron confesarse con él antes de su partida al exilio por la expulsión de la orden decretada por Carlos III. El P. Ramón María había aprendido y les hablaba en su idioma. De hecho, ayudó al también famoso lingüista jesuita Lorenzo Hervás Panduro con su estudio de lenguas indígenas americanas (lenguas que hoy se conservan gracias a la obra misionera que las transcribieron y consolidaron). Una vez emigrado forzosamente de América, acaba estableciéndose en Italia, tras pasar por Cádiz, en aquella triste flota de jesuitas expatriados (una de tantas pérdidas de talento con la que España castiga a sus mejores mentes por culpa de la política miope). Pero no cejó en sus experimentos y estudios. De hecho, elaboró unas medias de seda que mandó como regalo a la corte española, a la zarina Catalina ‘la grande’ o al Rey de Nápoles. Quizás una ingenua manera de abogar en favor de la causa jesuítica para que se derogase su extinción de los reinos españoles. Imaginamos que la sorpresa de las cortes europeas no fue pareja a la preocupación del vecindario milanés del gaditano por su ‘casa de las arañas’. Sus experimentos no se limitaban a la seda arácnida (con algunas especies venenosas) puesto que también elaboró algunos antídotos para picaduras de víboras durante su estancia italiana. Sus trabajos y artículos científicos (normalmente, de corta extensión y muy específicos) fueron reutilizados por los mejores naturalistas europeos de su época (por ejemplo, Humboldt). Destaquemos una de sus últimas publicaciones en su exilio milanés, en 1807: ‘Opuscoli scientifici d’entomología di fisica e d´agricultura deli Abate D. Raimondo María de Termeyer. GADITANO’. Hasta el final de sus días subrayaba en mayúsculas su condición de gaditano. Si París bien vale una misa, yo habría pagado gustoso muchos maravedíes por ver a nuestro paisano haciendo experimentos de descargas eléctricas de las anguilas, rodeado de indios asomados a su laboratorio de la reducción jesuita. Pero si quieren poner ‘cara’ a nuestro paisano, pueden ver su retrato (debemos pensar que supuestamente era así) que hay en el Museo de las Cortes de la calle Santa Inés. Por suerte, algo nos queda de él... su constancia y valiente espíritu científico. Fe y razón.
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