Memoria de Los Chinchorros, una historia de extramuros
El decano de los barrios de extramuros
Hace 25 años desapareció uno de los focos más castizos de infravivienda de extramuros
60 familias fueron trasladadas de San José a pisos en la frontera de la ciudad
Hoy recuerdan aquel tiempo
CÁDIZ/La conversación se desarrolla en el salón de la casa de La Guapi, a la que miran una decena de retratos familiares. De fondo está la tele con el volumen bajado y un programa de esos matinales donde todo es muy histriónico. Habla La Guapi con socarronería, con un enfado falso, y le sostiene la broma Mateo Coda, recién jubilado como trabajador de la Administración, casi un hijo para ella porque la madre de Mateo y ella eran íntimas en Los Chinchorros, esos tres patios rodeados de infravivienda, demolidos en el año 93, en la calle Marqués de Cropani, en San José. Aquel año, el 93, La Guapi y sus vecinos, casi un centenar -82, dice ella muy segura-, se vinieron a vivir aquí, al mismo bloque, junto a Cortadura, y la piqueta redujo a escombros un lugar insalubre, impropio de finales del siglo XX, con un único váter para todo el vecindario y dos grifos en el exterior por toda agua corriente. Veinticinco años llevan viviendo juntos los que habían vivido juntos en Los Chinchorros. Pero ya hemos escuchado a La Guapi, que ahora posa coqueta para la foto junto al andador a la que le ha condenado la cadera: no es lo mismo.
"Profetiza sobre tus huesos", se lee en la puerta del cementerio sin muertos. "Aquí era la plazoleta. Jugábamos al fútbol con un balón de cuerdas que cada dos por tres se embarcaba en el cementerio y había que saltar la tapia y bajar por los nichos para recuperar el balón porque sólo había uno". "Pues era alta la tapia". "Había unas farolas para encaramarte. Allí había un taller y la carbonería. En la esquina estaba la tasca El último suspiro. El nombre no hay que explicarlo. Ahí vendían papas fritas y ahí estaba el de los mármoles para las lápidas. Por aquí pasaba el cocherito leré, que por una peseta te daba vueltas en un coche de caballos alrededor del cementerio. Si no tenías la peseta te colabas atrás y el cochero te trataba de bajar a latigazos. Y allí unos futbolines, los futbolines de Andrés. Ahí había otro bache, El Gorrión, que era el de los hombres de Los Chinchorros". Nos detenemos en la puerta de lo que ahora en Cádiz se llama Los Chinchorros pero que nunca han sido Los Chinchorros, en esa manía de nombrar a las cosas por otro nombre o por cosas que ya no existen. Es ese esqueleto de hormigón abandonado, un proyecto de viviendas que hoy es un monumento al despropósito. "Este solar era la vaquería del Perico, pero esto nunca fueron Los Chinchorros".
Avanzamos unos pasos más por la tapia del cementerio y llegamos a la esquina de lo que fueron los auténticos Chinchorros: "Chinchorros sólo fueron estos. Marqués de Cropani número 9. Una puerta de madera muy grande, que con el tiempo estaba desvencijada y dentro, nosotros", explica Chano Quintero, trabajador del muelle pesquero durante años y en paro desde que la pesca en Cádiz se fue al garete. Chano se ha unido a Mateo para realizar esta excursión al pasado. Hoy, lo que fue aquel núcleo de viviendas bajas, por llamarlo de algún modo, que en 1967 el director Rovira Beleta eligió como escenario para rodar El amor brujo de todo el tipismo que allí encontró, es un conglomerado de pisos en altura, entre ellos los de los pescadores, construidos durante el franquismo para alojar a la emigración, en buena medida gallega, que se dedicaba a la mar. Y dentro del portal, un lugar que franquea por primera vez en un cuarto de siglo Chano, están los patios. De otra manera, pero los patios, coronados por una especie de escenario. Chano se queda paralizado por un instante, no sabía que se conservara ese espacio. Aquí se crió él, con sus padres y su hermano, una leyenda en el barrio, José, un artista en todas las variables de pesca, de la submarina al marisqueo. Falleció hace tiempo José. Chano trata de situarse, busca el lugar. "Aquí, aquí estaba mi casa. Bueno, mi casa... Mi casa era una habitación con unas literas y una cocinilla donde dormíamos los cuatro, una habitación de unos doce metros cuadrados, no mucho más, que se llovía y había que poner unos plásticos. Pero es que la vida se hacía fuera. Nos pasábamos el día descalzos, jugábamos descalzos, nos íbamos a la playa descalzos con las rocas que entonces había... Pero se nos hacían los pies duros, los zapatos molestaban. Y ahí estaba uno de los váteres, el que usaba todo el mundo, que cuando se taponaba la tubería, y se taponaba a menudo, no te cuento lo que salía de ahí. Para cruzar el patio las madres nos subían a borricate para que no chapoteáramos en las aguas fecales. Y cuando digo váter no es lo que hoy entendemos por váter, era un agujero en el que te acuclillbas y con buen cuidado de que no te saltara una rata. Y como éramos tantos yo prefería hacer las necesidades en un cubo. Y ahí los grifos. Había dos. Esa era toda nuestra agua corriente. Para bañarte, mi madre llenaba un balde, un lebrillo de los antiguos de latón, y lo ponía a calentar al sol y cuando estaba templadito pues ya me bañaba, pero en el patio... El sol hacía de termo". Pese a esas condiciones, ni Mateo ni Chano recuerdan gente enferma. "Por aquí venía Pili, la que ponía las inyecciones, el practicante. El olor a alcohol quemado antes de pincharte con esa aguja grande de la jeringuilla... Aún me da escalofríos".
Mateo, por su parte, se dirige a la otra punta del patio, que ahora tiene unos banquitos que forman parte de un espacio comunal. "Mi casa era ésta". Lo que señala es una construcción acristalada sellada por una puerta metálica. Tras el cristal, bajo unas escaleras, se observa una excavación arqueológica. Es una de las decenas de restos de necrópolis púnicas que aparecieron en el subsuelo cuando extramuros se empezó a edificar a lo alto. Y debajo de la casa de Mateo, apareció esto. "Quién me iba a decir que dormía con compañía, encima de un muerto romano o lo que fuera".
Chano hace historia: "A nosotros siempre nos contaron que esto antes era una porqueriza. Yo vivía donde habían estado los cochinos metidos. Y de ahí lo de los chinchorros porque se fueron los cerdos pero no los chinchorros. Los había de todos los colores. Y cucarachas, cucarachas que dejaban negra la tapia del cementerio cuando salían. Y ratas, ratas como leones. Dicen ahora que hay ratas en la playa... Ya les contaba yo a la gente lo que era vivir con ratas. Durante un tiempo tuve una pajarera y le ponía el alpiste en el suelo a los pájaros, pero quienes se comían el alpiste eran los ratones..."
Nadie se planteaba reclamar para que aquello mejorara. Quienes eran más manitas, como el marido de Carmen Sánchez, que trabajaba en la construcción, adecentaba un poco la casa, ponía tela asfáltica en los techos, pero sabían que nadie de fuera iba a venir a interesarse por ellos. Era lo que había. "La finca era propiedad de los Ortega. Nunca supe muy bien quiénes eran, si era uno o eran muchos, yo no recuerdo haberlos visto nunca por aquí. El que cobraba el alquiler, que era muy poco, unos cinco duros, era Manolo el casero, que era policía local. Él era el único que tenía televisión y el sábado por la tarde nos dejaba a la chiquillería que nos lleváramos unas sillas para ver las películas de cowboys. Luego otra vecina compró otro televisor y le ponía celofán de colores para ver la tele en color".
Mateo sigue ilustrando esa vida comunal y pone como ejemplo los velatorios, que suponía la segura congregación de todo el vecindario en torno a la casa del difunto. "Se velaba toda la noche, todas las familias. Las mujeres sentadas en las sillas y los hombres de pie y luego, por la mañana, se llevaba al muerto al cementerio, cruzando la calle". Y quien dice los velatorios, también dice las fiestas. "En Nochebuena venía un tío mío que era militar con un tambor e iba repartiendo anís y polvorones por las puertas. Porque las puertas siempre estaban abiertas, durante todo el día, con una cortinilla lo más. Nadie cerraba nunca sus puertas salvo por la noche". "Y se hacía mucha vida en la playa. Se llevaban allí las paellas y todo el mundo compartía de la comida de todo el mundo".
Podría pensarse que la vida en Los Chinchorros estaba marcada por el designio de la miseria, pero lo cierto, explica Chano, es que "aquí casi todo el mundo trabajaba bien en los astilleros, en la tabacalera o en el matadero. Trabajo había, pero los sueldos daban para la comida y poco más, no para una casa. Eran unos sueldos bajísimos. Para vestir una cangrejeras y unos gorila y luego dos o tres cosas que llevar encima. Y algo para los hombres para pasar el rato en el bache, que era el punto de encuentro, el club social. Se compraba a los diteros y en los almacenes se dejaba fiado. El que tenía un poquito más de dinero se llenaba el colchón de borra, pero la mayoría de los colchones eran de paja. No picaba nada la paja...". No tenía nada de idílico, aunque las mujeres transformaron aquello en un enorme jardín botánico. Las fotos antiguas muestran lugares exuberantes de vegetación con gigantescas macetas y gatos enseñoreándose a la espera de roedores. "Si la gente no se marchaba de aquí era porque no tenía ningún lugar a donde ir, pero quien podía se marchaba. Cádiz tenía entonces un gran problema de vivienda. Cuando dieron los pisos de la barriada de La Paz se fue alguno que tenía contactos en el sindicato vertical". "Yo lo intenté -rememora Mateo, que por entonces era un joven que ya pensaba en independizarse de Los Chinchorros-, pero uno del sindicato me dio una tarjetita. Yo no venía por una tarjetita, venía por un pisito, le dije. Pero no me hizo ni caso".
Los niños de Los Chinchorros trabajaban pronto. Acababan en el colegio, el Reyes Católicos, y se buscaban la vida repartiendo barras de hielo, de aprendices en carpinterías... Lo que había en los alrededores porque la relación con Cádiz era lejana. "Aún hoy ni te puedo decir dónde están las calles del centro. En Cádiz no se preocupaban por nosotros y nosotros no nos preocupábamos de Cádiz, nuestro entorno era el barrio", rememora Chano.
Volvemos a Cortadura para conocer a su madre, Isabel, que vive en uno de los bajos del bloque. "Cuando llegó aquí, esto le parecía un paraíso, con un cuarto de baño para ella sola, una cocina, los dormitorios separados... pero ahora parece que recuerda mucho aquellos días de Los Chinchorros. Cuando murió mi hermano ella iba todos los días andando al cementerio a visitarle, volvía allí, a Los Chinchorros". De camino nos cruzamos con algunos de los mayores de aquel lugar de la memoria. Se suelen juntar los supervivientes cuando da el sol en los bancos de la calle. También el padre de Mateo, de 93 años. Se sonríe cuando se le pregunta por Los Chinchorros y lo repite: Los Chinchorros, como evocador. En el piso, Isabel está en el sofá a la espera de que dé el sol. Hay una foto de su hijo José, de cuando tendría unos 17 años. También hay fotos enmarcadas de aquellos patios, de aquellos vecinos... Pero la memoria de Isabel ya es muy líquida, conserva su simpática sonrisa, su sonrisa hospitalaria. Nos despedimos de ella. Ella deja la puerta abierta. Chano se vuelve: "Mamá, cuántas veces te he dicho que cierres la puerta, que esto ya no son Los Chinchorros".
la vida en los patios. Javier Osuna se dedicó durante mucho tiempo a documentar en imágenes un lugar, Los Chinchorros, que a él, vecino de San José, le fascinaba. Estas son algunas de las fotos que ha cedido para este reportaje. En una de las entradas en su blog Los Fardos del Pericón narra, con gran profusión de material gráfico, cómo fue el rodaje de 'El amor brujo' en esta finca de vecinos.
Una herida urbana
Lo que hoy la gente conoce como Los Chinchorros, que nunca fue propiamente Los Chinchorros, es una de las numerosas heridas abiertas en la trama urbana de la ciudad. En la calle San Bartolomé, una venilla que sale de la avenida y que es la última calle que conserva la solería y algo de la arquitectura original del barrio de San José, se levanta un monstruo que se puede tocar con las manos. Como celdas de una colmena expoliada se erige el hormigón de una megapromoción fallida que come suelo y se encuentra en un bloqueo judicial, tras más de quince años de parálisis, que no augura que tenga solución alguna en un tiempo razonable. El desastre inmobiliario que estaba llamado a transformar esta zona de la ciudad, ha pasado de mano en mano, los afectados ya se han cansado de demandar,algunos de ellos ya ni están entre nosotros, y en su interior no hay ni okupas. Hubo quien vivió allí años. Esa idea sin sustento a la vera del cementerio supuso la destrucción de un barrio para nada. Y todo esto sucedió antes de la burbuja inmobiliaria, en 2002; de hecho, en pleno crecimiento de la burbuja. Hay casos que se pudren en los juzgados, entre ellos el saturado mercantil, sobre estafa, apropiación indebida. Los bancos han ido soltando unos ladrillos que queman. Quienes pensaron que algún día vivirían allí ya saben que no lo harán nunca. El último episodio ha sido reciente. El primer juicio penal por este dislate iba a iniciarse el próximo 19 de enero. Se ha aplazado. Un aplazamiento más. Como cuentan los antiguos vecinos de Los Chinchorros, los Chinchorros de verdad, no esta antigua vaqueriza, "Cádiz nunca se preocupó de nosotros". Cádiz se despreocupó de los futuros habitantes de estos 'Chinchorros' antes incluso de que los habitaran.
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