Cartografía de la subsistencia
barrios Crónica abisal de una ciudad
Itinerario entre los dos garajes en los que la Policía decomisó los dos mayores alijos de droga hallados nunca en Cádiz
18 de mayo: Tres detenidos mientras descargaban dos toneladas de hachís en Puerto Chico. 8 de marzo: La policía se incauta de siete kilos de cocaína en San Rafael.
Los dos alijos de estos titulares son los más grandes hallados en Cádiz centro que se recuerda. Ambos aparecieron en unos garajes que distan unos 700 metros, entre la calle Puerto Chico, en el barrio de San Juan, y la plaza de Cañamaque, en La Viña. Hemos hecho ese itinerario, atravesando Los Callejones. Gran parte de los 7.300 demandantes de empleo del casco histórico de Cádiz se mueven en estas calles en las que viven no más de 9.000 almas. Ni el SAE ni el INE tienen datos fiables de la tasa de paro en los barrios de San Juan, Los Callejones y La Viña, pero se deduce que ronda el 50% -en todo Cádiz es del 36%-. El último estudio sociológico de la zona ha cumplido ya diez años. Elaborado por el Grupo de Investigación Social de la UCA, incidía en las cotas de economía sumergida. Un alto porcentaje de población se busca la vida. Y más allá de la economía sumergida, en estos barrios la solidaridad sostiene el equilibrio. He aquí, más allá de los titulares que comprimen y simplifican la realidad, un ejemplo de casticismo y vecindad.
Enriqueta ha sufrido una embolia que "me tiene muerta". Está sentada en una silla de tijera delante de la puerta de un garaje de la calle Puerto Chico en la animada mañana que desemboca en el callejón de los Desesperados. Enriqueta vende números. "Que me han dado unos números y me he bajado, pero yo no gano nada, alguna propina". Enumera Enriqueta a todas las personas que ha cuidado a lo largo de su vida, empezando por sus abuelos, siguiendo por su marido y, a partir de ahí, va descendiendo del árbol genealógico acabando por sus bisnietos, "que tengo hasta uno de 17, con lo que lo mismo hasta tengo tataranietos". Toda una población a su cargo a lo largo de su vida. "¿Y cómo están las cosas?" "Malamente, hijo". "Pues veo que no paran de comprarle numeritos", los numeritos que guarda cuidadosamente plegados, muy pequeñitos. Algunos vecinos cuentan los tiempos del acoso policial a las loteras. "Les quitaban los números y el dinero. He visto a alguna comerse los números al ver a la brigadilla. Ahora, con la que cae, parece que se ha relajado un poco", cuentan en un bar cercano. Por estos números se pagan entre 50 céntimos y un euro y puedes ganar 1.500 euros o 3.000. La clientela es estable en este lugar inestable, donde el dinero del barrio regresa al barrio, una economía cerrada a cal y canto.
El garaje ante el que se encuentra Enriqueta, situado entre un solar que parece que lo va a ser mucho tiempo y una casa en ruinas con un cartel de okupa que amarillea y a través de cuya cerradura descubro entre chatarra una gran pelota roja, es el mismo en el que hace dos semanas ocurrió un suceso digno de Tarantino. No por lo sangriento, sino por lo chapucero. Me lo cuenta Dani, que sale de la tertulia del establecimiento de alimentación de la esquina. Dani, 37 años, ha vivido en Valencia. Y ha vivido muy bien. Ya se sabe, lo del ladrillo. Se acabó el trabajo, volvió a Cádiz y ahora se saca veinte euros al día montando en la plaza un puesto de marisco. "Veinte euros, de 7 de la mañana a 4 de la tarde sin parar", aunque ahora son las doce y media de la mañana. Pero a lo que vamos, Dani. "Muy mala suerte, de verdad, muy mala suerte. Conozco a dos de ellos. Buena gente, en serio, nunca se metieron en eso... desde luego, no a esa escala. Uno tiene tres niños y trabajaba de albañil y el otro estuvo de reponedor en Carrefour, pero ahora estaban sin trabajo. Y les llegó esa oportunidad. Fíjate, 2.000 kilos. La lancha dejó ahí los fardos, en el Campo del Sur, en los bloques, sobre las tres de la mañana. Su trabajo era bajarse, cogerlos y cargar la furgoneta en el garaje. Pero al cargarla, que la tenían ya cargada, con un ruido del carajo, se dan cuenta de que faltan dos fardos y empiezan a hablar nerviosos que dónde están, que a ver si han contado mal. Y más ruido, ale, a descargar otra vez la furgoneta, hasta que llega la poli y escucha los ruidos y ellos abren la puerta y dicen con la cara blanca, temblando, que cargan para una obra o no sé qué. ¿A las tres de la mañana?. La habían cagado, se comían el marrón. En eso se había convertido su golpe de suerte". Y no será, como demuestra Enriqueta, que aquí no se confíe en la suerte.
Un suministrador de hachís a pequeña escala me ilustra mientras avanzamos hacia el mercado, pasando por delante de la barbería donde se pela a ocho euros, seis si eres del barrio, buscando la Cruz Verde. "Estos no son barrios de droga. No hay aguadores (los que avisan), no hay bunkers. ¿Que hay droga? Claro, y dónde no. Hay una demanda y una oferta. Pero todo se produce a pequeña escala. Te podrán vender una bellota, podrás encontrar coca, también anabolizantes para los piraos de los gimnasios, pero esto no es un supermercado, es un colmaíllo. Aquí se da el postureo, que ha desaparecido en casi todas partes. Puedes encontrar una piedra por tres euros, incluso un completo, que por tres euros el tío enrrollao te da el cigarro, el papel y la china, para que no te falte de ná. Pero vamos, los 2.000 kilos han sido la sensación. Porque entrar, entra. Una playa, un barco, tienes los elementos. Pero no es Barbate. Entra algo en La Caleta una mala noche, con frío, con lluvia, que no hay nadie en la calle. ¡Pero 2.000 kilos! -silba admirado-. Qué sangre fría".
Así llegamos a la esquina en la que cerró la tienda Tipo, music and clothes, qué chic, donde se encuentra el puesto ambulante de un hombre de edad indefinida y profesión difusa: "Vendo, recojo chatarra, hago las latas en la playa...". No se le puede negar que curra. Le invitamos a fotografiarse pero contesta que mejor no. "No lo veo ético". ¿Y qué vende? Tan indefinido como su edad. Por ejemplo, este coche teledirigido, cuya fecha de fabricación sobrepasa la década a juzgar por la sofisticación del control remoto, cuesta cinco euros. Entre la quincalla encuentras muñecas, lámparas... un poco de todo. "Ayer hice 40 euros, hoy llevo 15...". Y películas porno VHS a un euro, una pila de ellas que se encuentran junto a DVDs clásicos de Billy Wilder y Howard Hawks. "¿Se vende bien el porno?" "Muy bien, hace una semana tenía el doble de las que ves". "¿Sigue habiendo reproductores VHS?". "Claro, en este barrio duran mucho las cosas".
Tras esta lección de contención y atravesar comercios con la cancela de la rendición, entramos en Manolito, ideal para vestir casual y cómodo. El ropero de medio barrio es de Manolito. Manolo es un pedazo de pan, pero ha entrado en razón y, "con todo el dolor del mundo", ha puesto un cartón verde en el que se lee "no se fía". "Das la mano y te cogen el brazo", se justifica. Ahora, ejemplo práctico de economía de trueque: "Pues me vino esta mañana un chico de la plaza que necesitaba unos vaqueros cortos, pero iba así así de dinero, de modo que le dije venga, dame unas bocas. Y se llevó los pantalones por unas bocas". En esta tienda atestada de ropa con precios populares encontramos el resultado de una jornada de pesca. En una bolsa tiene Manolo unos lenguados frescos, grandes como colosos, que huelen a mar. "Por siete euros. Los había cogido un pescaor de La Caleta que había tenido suerte". Suerte... Fuera, mientras, se desespera otro pescador al grito de "¡caballas muy gordas!". Manolo reflexiona: "Es que nos tenemos que ayudar porque hay muy poquito. Si alguien a quien conozco desde chico va vestido con andrajos, cómo no le voy a decir anda, llévate un chándal y no, olvídate, que no es nada. Pero luego, ese mismo chaval, que le ha salido un chapú, te viene y te dice toma, por aquel chándal. Y eso te llena más que ninguna otra cosa".
Entramos propiamente en La Viña. He quedado en la calle Pericón con Eva, una antropóloga que vive desde hace siete meses en el barrio mientras pone la guinda a un trabajo de campo sobre el flamenco. La cita es en un bar regentado por italianos decorado con sugerentes fotos de Pedro Sara. En la puerta se advierte de que está prohibido sacar las bebidas a la calle, excusándose en un paréntesis: "Lo dice la policía". Eva ha descubierto en La Viña una singularidad: "El cablecito, sea como sea, se lo echan . Si ven que desde fuera nadie va a hacer nada por ellos, si la brigadilla da una caña que no veas por un cubo de caballas, entonces son ellos los que miran por sí mismos. Siempre hay un eurito para el que no lo tiene a cambio de unos kleenex o lo que sea. Existe una comunión vecinal que se ha perdido en otros barrios. Unos están pendientes de otros". Tiene que ver con la arquitectura. En casas de vecinos como en la que vive Eva la disposición antigua es visible. "Aquí vivían familias enteras en cuartitos". La casa de Eva es pequeña pero resultona y coqueta. Dos antiguos cuartos rehabilitados bañados de luz dan a un balcón que mira a La Caleta. "En estos metros vivía una mujer con sus hijos, que no sé cúantos eran, pero muchos". El resultado fue la vida en la calle, la negación del individualismo, una microsociedad en permanente interrelación.
Un par de veces por semana Eva acude al local de las Mujeres de Acero, en la calle de La Palma, a enseñar a leer y escribir a algunas de las mujeres del barrio, mujeres llenas de cicatrices de la vida, con las manos cinceladas por el trabajo duro. Escriben en sus cuadernos con caligrafía titubeante bonitas palabras: esperanza, suerte, guapo... Las mujeres de acero son metálicas. 492 mujeres de hierro forjado. Conchi, una veterana luchadora vecinal, es su presidenta. En el pequeño local hay bullicio y risas. Sin subvenciones, las mujeres de acero pagan dodotis a jóvenes madres desesperadas, resuelven el encriptado papeleo burocrático de las pensiones, gestionan dependencia, hacen de terapeutas de quienes se han desquiciado con la miseria. Con dos euros de cuota por asociada en este lugar se hacen maravillas. La madre de Conchi era lotera y ella defiende la lotería clandestina "porque ha dado muchos días de comer". Dice de La Petróleo, la más famosa vendedora de lotería de La Viña, un travesti, que es una mujer como la copa de un pino y elogia a los hombres, que mansos en su recia orografía de sol y sal recibieron flores de ellas en la Cruz de Mayo con timidez tras haber regado la calle, haber tendido las banderitas...
Siguiendo la raya amarilla que conduce a los cruceristas a los bares de la calle la Palma llegamos al primer traje de luces de José Rebujina, que define el inicio de su quehacer diario con un lacónico "yo me despierto pronto, pero me levanto tarde". Regenta el Rebujina el tiempo congelado del flamenco y el toreo en las decenas de fotos que empapelan su local, algunas de ellas de él mismo ante un toro. En el tiempo que pasamos con él entra un pescador preguntándole si necesita boquerones, las activistas de una asociación benéfica vendiéndole papeletas, un senegalés que ofrece raybans y rolex de pega y elefantes enanos... Rebujina cree que La Viña, un barrio devorado por su tópico, tiene fuerza. Él forma parte del gremio hostelero, que es el gran motor de la zona. El verano traerá empleo a los vecinos en este rosario de bares para turistas con sus cartas en un discutible inglés. "En estos bares no entra mucha gente del barrio; ellos tienen las peñas. Pero entre todos los bares, el verano da para que un buen puñao de gente de la Viña gane para ir tirando y poder pasar los dos meses malos del año: enero y mayo". "¿Mayo?, mayo es el peor: las comuniones. ¿No conoces El crimen del mes de mayo?"
En éstas que entra Bárbara. Bárbara ha tenido mala vida, habla mucho de su hijo John, al que debe hacer mucho tiempo que no ve, y cuenta chistes de compleja estructura que silban a través de su dentadura descacharrada. Ahora se dedica a lo que ella califica como "artesanía faquir". Consiste en cortar latas de refresco con tijeras en forma de estrellas y convertirlas en vistosos ceniceros. "Mira -explica- tienen un apoyador canutil. Bueno, canutil, o cilindro-nicotínico". Así, a simple vista, uno diría que los más vistosos son los de Heineken y los de Fanta. Nos ha contado José que "ya no corre el caballo, pero todavía quedan los restos de los que cayeron, que están hoy enfermos". Lo que queda de la pizpireta Bárbara tiene la convicción de que lo está. Tiene un informe psicológico sobre posibles tendencias bipolares y cuenta con sus pequeñas aspiraciones. "Si me dieran la paga de loca...". En su camiseta se lee Carnaval Sun. Es curioso que aparentes vidas descalabradas desprendan estos signos luminosos.
Marta espera en Casa Agustín. Es oficinista y vive en la calle de la Rosa desde hace diez años. Su bloque resume los porcentajes. Un tercio de su vecinos es pensionista, otro tercio trabaja y otro nadie sabe de lo que vive, pero vive. Algunos muy bien. Marta asume que el suyo es un barrio canalla en lo más castizo del término. Hay mala vida, vida regular y vida en general. "De diez años para acá no he notado grandes cambios, quizá que no se ven tantos cochazos, pero eso no era tanto la droga como el ladrillo".
Uno de los últimos cochazos era el de Perico el de los rayazos, detenido a principios de año por ser, según la policía, el mayor traficante de perico, cocaína, de todo Cádiz. Estamos a cuatro pasos de la copistería en la que Perico hacía fotocopias a los futuros médicos. Además, Perico tenía el perico en un garaje en la cercana calle de Barquillas de Lope y en la plaza de Cañamaque. Allí me enfrasco en una conversación imposible con un hombre tatuado que afirma tener 45 años, aunque su devastación haría imposible cualquier cálculo. Lamenta el estado de las banderas deshilachadas que coronan la escuela de hostelería de Diputación, a las espaldas del abandono de Valcárcel, quizá sin ser consciente de que sus huesos y pellejos componen la metáfora de las ruinas que nos rodean. Sostiene nuestro hombre un pequeño vaso de vino oscuro mientras me recomienda no ir al comedor de caridad, el de María de Arteaga: "No me gusta la comida", afirma como si conversáramos acerca de un gastrobar. Detrás de él, truena en un transistor la celebérrima canción de Coldplay Viva la vida. En el banco cercano, los escombros de un hombre y una mujer parecen subir la música y preguntan qué pasa. La mujer, amable, interroga que qué queremos en esa plaza que es su casa; pero el hombre, sosteniendo la litrona, exhibe su rictus patibulario y, al escuchar el nombre de Perico, indica el mar que no se ve: "Buscad los muertos en el mar". "No buscamos muertos". "En el centro del mar, allí están las criaturas". "¿En el centro del mar?" "En la playa, bajo las columnas, allí duermen, allí está el final", como explicando que hay lugares peores que éste para el desvarío. Muy serio, insiste: "Vayan allí". Y en la radio no para de sonar la melodía, en ese momento del Viva la Vida en el que el cantante dice que escuchó las campanas de Jerusalén.
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