Vamos a mi playa

Las tres edades de La Caleta

  • La infancia, la juventud y la madurez entre las piedras, la mar y la arena

La piedra, la mar, la arena. La infancia, la juventud, la madurez. 450 metros donde cabe toda una vida. Más allá de los tópicos cien veces repetidos (con esa pequeña-gran verdad que cada leyenda encierra desde el principio de los tiempos) en mi playa se desarrolla la existencia y se forja una manera de sentir. La piedra, la mar y la arena nos moldean a su antojo y somos niños a los que nos lanzan a nadar, y a la vida, desde la Palangana; y somos adolescentes que nos arrojamos a la etapa más complicada en un salto desde el Puente Canal; y nos hacemos adultos rebozados entre avatares diarios que revolvemos en un saquito de bolichas, esperando, siempre esperando, a que salga el número ganador... En mi playa, la playa de La Caleta, pasa la vida, que avanza y que destroza y que no espera a nadie.

Quien no perdió su primer garabato tras aquel cangrejito-moro que se nos resistía, quien no cogió camarones con las manos, quien no soñó que ahí abajo estaba la Atlántida no tuvo una infancia caletera. Los niños caleteros somos de piedra, duros nuestros traseros de resbalarnos con el verdín aunque llevásemos los gargajillos como una segunda piel. Yo aprendí a nadar en las piedras, en la seguridad que a mis padres les daba la piscina natural que es la Palangana. Y crecí... Y me aventuré...

"Venga, gana quien llegue y vuelva primero". Ese impás entre la infancia y la adolescencia se va bañando de mar, poco a poco. Y aunque ya no se escucha desde la megafonía del Club Caleta el mensaje amenazante ("¡esos niños que se bajen de las barcas!"), creo que los rituales siguen siendo los mismos: tocar las barcas y volver; tocar aquella boya y volver... Brazada a brazada, dejás atrás la infancia hasta que llega el rito iniciático por excelencia. El salto al vacío del Puente Canal...

Ahora los miro desde la arena, sus cuerpos están más modelados que nuestros cuerpos entonces pero compartimos el mismo desafío en los ojos... Saltar... Ya. El Puente impone, siempre ha impuesto, por lo que se ve y por lo que se intuye, las piedras abajo, la infancia llamándonos a los adolescentes que, ilusos, queremos crecer rápido. Yo paladeé la experiencia, primero la mura, luego el Puente Hierro y, por fin, un buen día con unos 13-14 años mire de cerca el Castillo de San Sebastián... Y salté.

En la arena hay juegos de manos que nos van llevando camino a la madurez. Juegos de manos de día y juegos de mano de noche. Un día te despiertas y ya no llevas la toalla, portas una silla, y dicen que si eres caletera tienes que jugar al bingo. Pero, créanme, no es un dictado natural. Leemos libros, jugamos a las cartas, vamos a por un café al Club, llevamos dulces, y sí, filetes empanaos, también, las mujeres caleteras. Y nos quedamos hasta la puesta de sol no para aplaudir ni hacer fotos sino para darnos el último baño, recordando lo que era ir y volver a las barcas, siguiendo nuestras propias huellas invisibles entre las rocas que emergen cuando hay marea vacía... Y llenándonos de arena las batas, las mujeres caleteras, antes de que la vida nos eche tierra encima.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios