Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

Nadie me desmentirá si afirmo que nuestro mundo se manifiesta hoy crecientemente destemplado, inarmónico, inmoderado, falto de la esencial racionalidad en la que, con pasmoso cinismo, dice basar su esplendor. Por un pésimo entendimiento de la libertad, valor absoluto que autoriza desmanes sin fin hacia dentro y hacia fuera, el hombre se empeña ahora en desconocer todo límite, en cumplir, con la irreflexión de los niños, cuantos deseos e impulsos surgen en su alma enfermizamente apasionada.

No es de extrañar, así, que la templanza, virtud de la que suele depender nuestra felicidad, permanezca interesadamente en el olvido o, incluso, sea objeto de interpretaciones ridículas, difamadoras de su principalísima función. Vivimos en época de desmesuras, de voluntades ciegas, y nos estorba y repele lo que interroga la lógica de tan descomunal borrachera.

Quienes tan fácilmente bromean sobre su vigencia, desconocen que en ella descansa el más firme fundamento de nuestra integridad personal. Por otra parte, la moderación que reclama está hecha más de sensatez que de renuncia, no prohíbe nada, sino que lo concierta y, por supuesto, no se agota, a pesar de su extendida caricatura, en los placeres del gusto o del cuerpo. Es, sobre todo, esa que nos mantiene en el justo medio entre la iracundia y la pusilanimidad, la que modula nuestras reacciones y las amansa, la que nos permite valorarnos exactamente en lo que somos, con una humildad auténtica que abomina de espejos cóncavos y convexos. También la que ordena nuestro afán de conocer, distinguiendo sabiduría y curiosidad, lo útil de lo inútil, lo que nos purifica de lo que nos ensucia. Y, cómo no, aquélla que señala lealmente el norte de la realidad cuando el dolor golpea, un destello de razón que consuela, aunque no cure, que anima fortalezas, desenmascara fantasmas y redescubre nuevas esperanzas.

Sorprende que, siendo tantos sus bálsamos, sea destreza que no se enseñe, actitud que no se eduque, palabra que raramente se pronuncie. Quizá porque templados, con nuestra cordura intacta, correría peligro esta maldita feria, este circo en el que muchos, alentados e insaciables, aportan sus apetitos y otros, los menos, cobran la lucrativa factura. O tal vez –y es explicación que me avergüenza y no descarto– porque nuestro endiosamiento, la soberbia de nuestra voluntad trastornada y soberana, considere ya posible el existir dignamente sin respetar ni respetarnos.

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