Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

Hoy se tiene como dogma sagrado e incuestionable la absoluta igualdad entre todos los individuos y todas las culturas. Pocos osan ponerlo en duda, a sabiendas además de que quienes lo hagan soportarán el peso enorme de una ortodoxia cruel que no escatima medios, castigos ni asesinatos civiles. Tampoco es que se trate de un fenómeno estrictamente actual. La pérdida de la libertad a través de la dictadura de la igualdad es dislate antiguo que ha preocupado a filósofos –Montesquieu o Tocqueville entre otros– de los últimos siglos. Lo que sí es novedoso es la desaparición acelerada de las barreras sensatas y lógicas que en las sociedades occidentales sólidas impedían el erróneo y amenazante avance del igualitarismo.

En este primer cuarto de siglo, si algo caracteriza a la realidad española (por supuesto no es la única, pero sí la nuestra) es la igualdad impuesta y la tolerancia total. Uno, que siempre defendió la auténtica tolerancia, abjura de aquella otra que envalentona a los múltiples enemigos de nuestras estructuras. Esa tolerancia lineal, que equipara todos los sistemas de vida, buenos, peores y fatales, funciona casi siempre y estúpidamente de manera unidireccional (la idea es del periodista y escritor Henryk Marcin Broder) asentando y legitimando a los agresores y olvidando y despreciando a las víctimas. ¿Les recuerda a algo de lo que en este momento nos está sucediendo? A mí también.

El disparate parte, me parece, de la interpretación torticera de una verdad indiscutible: todos los seres humanos nacemos iguales en derechos ante la ley. Más allá de ese supremo pilar democrático, lo inoponiblemente cierto es que todos nacemos distintos y las diferencias aumentan progresivamente según las circunstancias, el talento, el azar o la biografía. Esto es justamente lo que no acepta el igualitarismo: sin tener en cuenta jamás conductas, méritos ni valores, todos los individuos y todas las culturas son iguales y merecen igual trato. De este modo, por ejemplo, se equiparan las culturas que entienden la vida como un valor supremo con aquellas en las que el individuo no vale nada; o se consideran iguales y dignos de idéntico trato el ciudadano honrado que el delincuente, el pícaro que el trabajador, el héroe que el traidor.

De cómo una noción tan peregrina ha conquistado la supremacía entre gentes y pueblos y prosigue triunfante su labor aleccionadora de la ciudadanía, me ocuparé la semana que viene.

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