Dicen los viejos que todo es distinto, cambiante como el revoloteo sincronizado de los estorninos en el cielo. Que nada parece ser lo que era, que lo que creían controlar con los años como la llegada de las blancas canas y las arrugas se ha vuelto hostil e inimaginable y que temen morir sin reconocer esta tierra en la que nacieron.

Dicen ellos, estos y aquellos hombres y mujeres que perdieron la pasión por la vida dejándola prendida en los hijos; estos hombres y mujeres de amores violentos y de crueles dueños de su tiempo, que nada se asemeja a lo que conocieron. Que quizás por las vueltas que da la Tierra, la vida se ha visto obligada a mudar la piel constantemente y ya no perciben en las cosas ni en la gente lo que entendían por cosas y gentes.

Y cuando lo dicen, y lo dicen mucho, les tiembla la voz de tristeza y se les empañan los viejos ojos opacos. Y las manos torcidas y secas se prestan a unirse y apretarse entre ellas mismas a falta de otras, en un mínimo abrazo.

Y cuando lo piensas, y lo piensas poco, pero al oírlos irremediablemente lo piensas, miras tus surcos abriéndose camino en la piel propia y descubres que te aproximas a convertirte en uno de esos viejos que extrañan la vida, que extrañan los días y las noches entre sábanas tiesas.

Entonces intentas rescatar de la memoria el olor de las manzanas rojas y a piñonate hecho en el blanco mármol de la abuela, los garbanzos tostados el sábado por la tarde mientras las pelis de indios llamaban a la lluvia, el hervir de la leche en los cazos de aluminio y el eco del agua en las tinajas de barro. Añoras las pesetas ahorradas en las cajas amarillas de Heno de Pravia y la quina San Clemente a sorbitos en las fiestas infantiles.

Transcurren los días y amortajas a unos y otros de los que vivieron su vida junto a la tuya y de tanto roce han dejado prendida en tu solapa, como un rojo clavel de novio, la sonrisa de los tiempos que pasaron y que no volverán nunca.

Entonces vuelves a oírlos, desvencijados como las viejas puertas, llenos de melancolía y de tristeza por no haber cumplido el objetivo principal de todo padre, dejar a los hijos situados, morir tranquilos sin preocupaciones. Preocupados sí, porque ellos son el sostén aún de esos hijos, el paño infinito que les cubre y protege, el anillo absoluto de Giges, que están y no están conforme son necesitados.

Qué pena hacerse viejo y no vivir eternamente, o será mejor la muerte ante las visiones insoportables de ver destruido el lugar por el que luchaste desde que echaste los dientes y hoy queda para tus hijos, tus nietos, los nietos de tus hijos y de tus nietos, un inmenso páramo.

No me convencéis ninguno de vosotros, los que con voces altivas, como sabiéndolo todo, os situáis con la verdad absoluta y decidís en nombre de no sé quiénes, que todo va bien. Que el empleo crece, que nuestros hijos se marchan fuera en pos de culturizarse, y que la vida nos sonríe ampliamente. Todo mientras las calles de nuestra ciudad se vacían y secan como las vides enfermas, se quedan huecas y estériles como Yerma. Malditos seáis vosotros, que habéis impedido que los viejos puedan morir plácidamente. Y contemplar, aliviados en su huida y en su ida, cómo el recio poniente combate este desastre y se lleva sus lamentos por el paseo del vendaval de esta ciudad milenaria.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios