DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

Un hombre y una bicicleta

LA Red se ha llenado de vídeos del tsunami. Aterrorizan. Me obsesiona la negrura de esas aguas. Y su potencia indiferente. He recordado el tsunami de Ponyo en el Acantilado, la hermosísima y, en esas escenas, terrorífica película de dibujos de Hayao Miyazaki. Lo que me pareció en la gran pantalla magistralmente exagerado se quedaba en realidad, por lo visto ahora, corto.

No es la única reflexión estética que me he hecho sentado frente a Youtube. He pensado en los bonsáis y en la poesía y en la meticulosidad de la ceremonia del té y en las finas pinturas paisajísticas. Quizá porque viven sobre una tierra movediza, los japoneses han hecho de la delicadeza y la fragilidad su especialidad artística. Todo, incluso sus costumbres sociales y hasta su forma de andar, nos recuerda que lo más valioso puede romperse fácilmente. Nada más japonés que los haikus, por eso.

Sin embargo, lo que no olvido es un hombre con una bicicleta. En uno de esos vídeos, tomado desde un piso alto, se ve una sola ola inmensa y, ya digo, completamente negra, entrando y saliendo, ciega, por las calles de una ciudad. Arrastra grandes barcos y muchos coches. La cámara toma una perspectiva amplia y entonces podemos ver a un hombre que lleva del manillar una bicicleta, y que se retira caminando, sin prisa. En la calle de al lado, ya invadida por el mar, cabecea un inmenso pesquero.

¿Por qué no corre ese hombre? Quizá sea mayor, pero siempre podría soltar su bicicleta y andar más rápido. Da la impresión de que salvarse él no le preocupa tanto. Aunque sólo fuese por su fidelidad a la bicicleta, ya emociona. Pero hay más: anda apesadumbrado, llevando sobre sí todo el peso del Japón. Uno se pregunta inmediatamente por su familia, por sus amigos, quizá por sus nietos, por lo mismo que irá preguntándose él, que anda solo, cansado, pensativo y viejo, mientras el mar ruge y casi le rodea.

Estos días, sobre todo desde aquí, se están haciendo muchos discursos desalentados, del tipo: "No somos nada". "Qué vanidad el hombre", se repite demasiado con la voz ahuecada. "Somos insignificantes seres efímeros en un planeta de tercera de una galaxia de arrabal", he oído. Sin embargo, ese hombre con su bicicleta no nos dice eso. Es una caña zarandeada por las aguas, sí, pero -como precisaba Pascal- una caña que piensa. La grandeza del hombre no estriba en su magnitud, sino en su capacidad para entender el universo. Ese hombre que no corre aterrorizado representa a los japoneses, que no se han hundido en el caos, y a todos los hombres, capaces de arrostrar la tragedia con una dignidad que la naturaleza no se explica.

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