De poco un todo

Enrique García-Máiquez

De compras

YA vienen los Reyes por el arenal, majestuosamente vienen con calma. Nosotros, mientras tanto, corremos de compras, aturullados, trastabillándonos, súbditos obedientes de esta ciudadanía compulsiva y sus ritos estresados. "¿Para qué?", se pregunta el niño que uno es todavía, si ya le traen al Niño los Magos muy ricos pañales…

El consumismo nos consume. Lo cual, además de un juego de palabras, es una aplicación de una ley universal que no admite ni juegos ni excepciones: todo lo que hacemos recae sobre nosotros. La modernidad, que no producirá (no puede) ningún Dante, dispone, sin embargo, de marcos incomparables para representar el infierno y el purgatorio. Los campos de concentración y los gulags, más que nada, y, en otro orden, los hospitales y los centros comerciales. Los hospitales los ha usado mucho la literatura moderna: el encuentro fortuito del paraguas y la máquina de escribir sobre la mesa de operaciones de Lautréamont, o el espeluznante bisturí -que saja y cura- de Mr. Eliot. Por su parte, un centro comercial sería el lugar idóneo para castigar, según la ley dantesca del contrapaso, la avaricia y la prodigalidad.

Caminando entre tantos, yo mato el tiempo tomando notas impresionistas para este artículo. Entre las caras de angustia creo detectar motivos diversos: los que quisieran comprarlo todo, los que calibran y sopesan cosas que hubiesen preferido fabricar, aquellos que envidian a los vendedores que hacen su agosto, mientras que ellos hacen, como mucho, su cuesta de enero, y, finalmente, los que sueñan con no comprar nada e irse a casa, quitarse los zapatos y ponerlos tranquilamente a esperar a los Reyes Magos en el balcón. Entre tantas angustias, ninguna más dramática que la de los propios objetos. Llaveritos, adornitos, velitas, bisutería, juguetitos y puñetitas que saben que o son comprados en estos días donde todo vale con tal de tener un detalle o caerán al purgatorio de las rebajas y después al hondo infierno de los almacenes y las devoluciones.

Pero hay salvación. El alivio que nos embarga cuando encontramos algo que pueda gustarle, quizá, a alguien querido. O ese agradecimiento cósmico, mezcla de pasmo y síndrome de Estocolmo, porque una angélica dependienta se aviene a hacernos caso, abstrayéndose del ruido y la furia. Y, sobre todo, caer en la cuenta de que lo único trascendente del consumismo es el sacrificio de uno mismo: nuestra consunción. Y que eso está conseguido. Pedro Salinas se equivocó, hermosamente desde luego, cuando envolvió un regalo con estas palabras: "Cómo quisiera ser/ eso que yo te doy/ y no quien te lo da". Lo valioso de cualquier regalo es la inmolación que le precede: es uno mismo el que se da. Podía haberme quedado leyendo a Salinas, a Dante, a Eliot, pero me he aventurado a atravesar, con más moral que Orfeo, los centros comerciales atestados. Esperemos que me lo tengan en cuenta.

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