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Estos días, la educación vuelve a estar en el centro de la tormenta política. En un diálogo de sordos se está debatiendo (es un decir) la llamada Ley Celaá, que es la octava ley de educación en los poco más de cuarenta años de régimen del 78. Probablemente sea aprobada por una no muy amplia mayoría en el Congreso. La Ley Wert anterior, de 2013, lo fue con los votos de un solo partido, el PP. Cada nueva ley es presentada como una importante contrarreforma de la anterior, aunque en realidad ninguna ha tocado las cuestiones de fondo. Pero la bronca sirve para alimentar el espejismo de que existe un verdadero dualismo ideológico entre los partidos del turnismo. Se acusan unos a otros de que sus leyes de Educación son ideológicas, lo que es una banalidad porque no podría ser de otra manera ya que los seres humanos actuamos conforme a ideas y no, salvo en circunstancias extremas, por instinto o cálculos algorítmicos.
En realidad, y pese al ruido provocado en este caso por los partidos que se declaran de derecha -una escandalera que apenas comprenden sus homólogos europeos-, la nueva ley apenas toca las cuestiones de fondo, como son la mejora de la calidad de la enseñanza (modificando las ratio profesor/alumnos, por ejemplo, y dedicando más presupuesto) y la garantía de la necesaria pluralidad de mensajes e ideas que el alumnado debería recibir del profesorado para que la educación no se convierta en adoctrinamiento. Una pluralidad que solo es posible en la enseñanza pública porque la privada, sobre todo si se trata de centros religiosos, responde -en este caso sí- a un ideario muy definido que es obligatorio para todos los profesores.
Más allá de en la anécdota de eliminar la palabra que se inventara el ministro Wert para calificar el castellano -vehicular, ¿qué cosa será eso?- en dos temas se centra principalmente la bronca: los centros concertados y la situación de la religión como asignatura. En ambas es protagonista la Iglesia católica. Para explicar este anacronismo, que no sucede en otras partes, hay que conocer el proceso que en España ha tenido como protagonistas al Estado y la Iglesia desde hace casi doscientos años. Antes de mediados del siglo XIX tuvo lugar un consenso entre ambos poderes mediante el cual la Iglesia renunciaba a reivindicar la devolución de sus bienes desamortizados (requisados) por el Estado a cambio de que este sufragara el "culto y clero" y le permitiera intervenir en la enseñanza (primero reservándose la educación de las élites en centros propios y luego también mediante la participación en la educación pública y, a veces, en su control). Tras algunos breves paréntesis, seguimos en esto. Sin alcanzar una situación de laicidad -que no hay que confundir con laicismo- como sí ocurrió en la gran mayoría de los otros países europeos. Y hoy al amparo de un Concordato de más que dudosa constitucionalidad, como si aún estuviera vigente el "régimen de cristiandad" o el nacional-catolicismo.
La Lomloe de la ministra Celaá no se enfrenta al nudo gordiano del problema. El Estado sigue subvencionando al cien por cien los centros religiosos, que no ocultan su objetivo de adoctrinar, vía concertación, y además acepta que la Iglesia se inmiscuya en la enseñanza pública obligándose a ofrecer a todos los alumnos una asignatura de religión confesional, a cargo de personas nombradas a dedo por la jerarquía eclesiástica, en lugar de tener en el currículum una asignatura de "Historia de las Religiones" o de "Historia de la Filosofía y las Religiones" que es sin duda necesaria para una formación adecuada y debería estar a cargo de personas que hayan demostrado sus conocimientos como el resto de los profesores en sus respectivas materias.
La financiación concertada debería reducirse, hoy, a los casos y lugares en que las plazas en la enseñanza pública sean insuficientes para garantizar la escolarización de toda la población en edad de cursar la enseñanza obligatoria. Y solo hasta tanto ello no se dé. Desde luego, debe también garantizarse la libertad de empresas, instituciones y familias para crear centros de enseñanza, pero sin que ello suponga un supuesto derecho a que sean nuestros impuestos quienes los paguen y siempre que no se transgredan derechos fundamentales ni las normas aprobadas democráticamente. Exactamente igual que sucede en el caso de las universidades privadas. Tampoco pagamos a quienes deciden acudir a una clínica privada, y no a la Seguridad Social, para operarse, o contratan un seguro privado de pensiones. Aunque, bien mirado, también podría peligrar esto al amparo del mantra de la "colaboración público-privada". Atentos.
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