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El órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), lleva más de dos mil días con su mandato caducado y pendiente de renovación. Los dos partidos mayoritarios, que son los únicos que suman los tres quintos del Congreso que serían necesarios, han sido incapaces en todo este tiempo de ponerse de acuerdo, lo que constituye uno de los símbolos más claros del deterioro de la calidad democrática en España. La renovación ha sido imposible porque el Partido Popular mantiene un bloqueo total, a no ser que previamente se pacten unas reformas que considera imprescindibles para asegurar la independencia judicial. El PSOE, por su parte, se niega a negociar esas reformas sin que esté antes renovado el Consejo. En estos cinco años el pulso se ha mantenido y ni siquiera la mediación de la UE ha sido capaz de deshacer el nudo. Las consecuencias: reformas apresuradas y mal planteadas, como la que tiene sin cubrir numerosísimas vacantes en el Tribunal Supremo y en los tribunales superiores de las comunidades autónomas y el deterioro de la Judicatura, cuyos máximos responsables no dejan de clamar para que se ponga fin a este desastroso estado de cosas. Al presidente Pedro Sánchez no se le ha ocurrido nada mejor para obligar al PP a negociar la renovación que lanzarle un ultimátum: o antes de final de mes se llega a un acuerdo o él impondrá los cambios que estime oportunos. Aunque Sánchez no ha sido demasiado claro, de sus palabras se deduce que, de alguna forma, quitará al CGPJ la potestad de nombrar a los magistrados que van al Supremo y a los tribunales superiores. Por lo menos, con los mismos criterios y exigencias que ahora impone la ley. Es de esperar que estemos ante una nueva bravuconada del presidente, mal pensada y peor expresada. Lo que plantea Sánchez es saltarse la ley y, como ha dicho la asociación mayoritaria de jueces, llevar a cabo un “atropello constitucional”. Lo urgente es negociar, una exigencia de la propia Constitución. Todo lo demás sobra.
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