Críticacrítica de teatro

La última cena

Una escena de la pieza teatral 'Rocha'.

Una escena de la pieza teatral 'Rocha'. / lourdes de vicente

Rocha se define, en la información incluida sobre la compañía chilena Interdram en el catálogo del 32 FIT de Cádiz, como una "obra de síntesis donde se plantea la problemática de escapar de una sociedad opresora y tener un lugar propio", y gracias a estas útiles pinceladas resulta más fácil desentrañar la situación que los actores presentan en escena: dos hombres solos que se enfrentan a su último día en el mundo. Huidos de la sociedad que los excluye, se hacen fuertes en lo alto de un cerro en el que, ligeros de equipaje y acompañados por un cerdo, se disponen a realizar un lúgubre ritual de despedida.

Nos encontramos ante una obra un tanto críptica, que parece incidir en la necesidad del hombre de encontrar un lugar en la tierra en el que pueda reconocerse y ser reconocido como persona; una propuesta que nos habla de la rebeldía consustancial al ser humano. Los protagonistas son dos hermanos unidos en el desconsuelo que encuentran su espacio personal en un paraje sórdido, que han elegido cuidadosamente para morir. La ceremonia final, dirigida por el mayor de ellos, incluye una simbólica última cena que lleva aparejado el sacrificio de la carne, en este caso de un cerdo, y también del 'alma' colectiva representada por el mismo animal.

El público se enfrenta a una suerte de liturgia redentora en la que los dos hombres hacen un último esfuerzo por dotar de sentido su existencia. Los actores se entregan a su trabajo con vehemencia y convencen, pese a que, en algunos momentos, el ímpetu con el que declama sus parlamentos el único de ellos que emplea la palabra -el hermano mayor, porque el más joven no habla- dificulte entender lo que dice.

Se le supone a esta propuesta, sin embargo, un valor alegórico, al menos en lo que a la definición de los personajes se refiere, porque no se entiende de otra manera que uno de estos dos desheredados cite a Bertolt Brecht y versione parte del monólogo de Hamlet de William Shakespeare. Cuesta también encajar que el ritmo tenso de la representación se interrumpa con un monólogo sobre la inmigración y los desmanes de la clase política que rompe el clima de presión emocional que la trama mantiene.

Álvaro Salinas y Flavia Ureta firman un diseño escénico impactante que, con postes de madera y cuerdas, acota el espacio en el que se produce la acción y lo convierte en una suerte de altar propicio para la inmolación y, al mismo tiempo, en un ring destinado a acoger la última de las peleas por la vida. De lo mejor del montaje.

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