Laurel y rosas

Un monumento para la “pureza”, para Rancapino

Ya no vemos por la calle, elegante y siempre con su sonrisa, a Alonso Núñez Núñez (Chiclana, 1945), al gran Rancapino. “La felicidad –dijo hace poco–, además de la salud y la familia, es ir por la calle y que la gente te quiera saludar y decirte adiós”. Si sale, ya siempre va de la mano de Alonsito y de Juan Luis, que lo llevan y lo traen. Ya no es aquel niño errante que cruzaba de La Banda al Lugar para cantar “al plato”, que entonaba para comer, en muchos casos con Camarón al lado. Ni el que paraba junto a la guitarra y la barbería de Miguel Pérez. Ya no se da tampoco esos paseos desde su casa junto al río Iro, donde no faltaba la calle La Vega ni la parada en El Rincón de la calle del Carmen, la fonda del Museo Municipal Francisco Montes “Paquiro”. Ya apenas puede cantar, como remataba a veces por soleá, otras por bulería: “Oye gitana, vente conmigo, voy para Chiclana”.

El otro día, en el homenaje que Juanjo Téllez y la delegación de Cultura del Ayuntamiento de Chiclana le brindaron en el Teatro Moderno, compareció sobre el escenario en un gesto impagable, porque él sabe más que nadie –y porque siempre lo ha dicho– que sin dolor el cante no es cante. Fue un susurro de aquella voz quebrada, del “hondo rajo gitano y rancio eco” que encandilaba al profesor José Antonio Hernández Guerrero. Apenas fueron un par de fandangos, pero aún estremece. Con 76 años, sí, es, sigue siendo, será siempre, “leyenda viva” del cante. Pero, Rancapino, es Chiclana, que la lleva siempre en el orgullo y en el rostro, en el cante y en el corazón.

En Tokio, y más tarde coincidimos en Madrid varias veces, conocí a Alfredo Grimaldos, periodista, devoto flamencólogo, gentil y entrañable –y que ya amargamente se nos fue–, que por entonces le andaba dando vueltas al magnífico libro que más tarde alumbraría: “Historia social del flamenco” (Península, 2010), esencial para tomar conciencia de lo que fue el cante y el toque de gran parte del siglo XX. Ahí andan con vueltas y revueltas las peripecias de la vida de Rancapino narradas por el cantaor, las mismas que José Manuel Caballero Bonald afirma que responden al género de la “tragicomedia” y que Grimaldos resume con aquella frase pródiga que repetía Alonso: “Tengo la voz ronca de haber andado tanto tiempo descalzo”.

Grimaldos dedica su “Historia social del flamenco” a la vinculación de pobreza y flamenco, y se sirve –y mucho– del propio testimonio de Rancapino. A él le dijo aquella frase que ha hecho fortuna: “El flamenco no se aprende en una academia, se canta con faltas de ortografía”, y con la que el periodista abre su preciado libro. “Es uno de los últimos cantaores clásicos. Gitano de la vieja escuela, el cante constituye para él una filosofía y una forma de vida. Camarón, su inseparable amigo, le llamaba El Viejo. Artista de artistas, el reconocimiento de la gran afición flamenca le ha llegado tarde”, escribía el periodista. Nunca conocí –a excepción, por supuesto, de sus siete hijos y toda su estirpe, con Alonsito, cantaor grande también, a la cabeza– a nadie más devoto de Rancapino: “La voz opaca, el cante puro”.

A Alfredo Grimaldos no le cabía duda. A mi me decía por aquellos años que en Chiclana lo cuidáramos, que era un tesoro, como Juan Talega, como Caracol, como Aurelio Sellés, como la Perla –los espejos a los que siempre se miró– con su nombre “de hidalgo medieval” y su tez gitana, negra como un “pino quemao”, que le puso El Mono, gitano y vecino de la vera del río. “Que Rancapino –insistía Grimaldos– es Chiclana y a Chiclana la ha llevado siempre por bandera por todo el mundo”.

Un chiclanero, Pedro A. Quiñones Grimaldi, lo explica en esa biografía de imprescindible detalle que realmente es “Rancapino: ronco de andar descalzo” (Bellaterra, 2011): “Alonso Núñez Núñez es el paradigma del gitano y del cantaor flamenco. Del gitano porque, como Antoñito el Camborio, es hijo y nieto de gitanos, y porque además Alonso es el parangón de cómo convivir con los payos. Su vida trasluce todas las aristas y matices de lo que ha sido y es esta secular convivencia: marginación-integración, menosprecio-admiración. Pero también es arquetipo del artista flamenco; Alonso nace y se hace Rancapino con tesón, con mucho trabajo y sacrificio, manteniendo siempre su rumbo, su estilo”. Y por supuesto añade: “Tiene un lugar ganado a pulso, destacado entre los chiclaneros que desde su niñez han bregado para sobrevivir (y no sólo él, sino también su familia) y para conseguir el éxito dando al mismo tiempo fama y renombre a la tierra que lo vio nacer. No en vano está considerado uno de los grandes del flamenco y es sin duda uno de los mejores intérpretes para quien quiera acercarse a las más puras esencias de este arte, sobre todo en su forma de decir los cantes de Cádiz”.

La “pureza”, Rancapino, va a tener su monumento en bronce, a cuerpo completo. También habrá otro dedicado a Paco de Lucía en agradecimiento por “La Barrosa”, su famosa y universal alegría. Con ellos se abre la ruta “Chiclana, ciudad de la música”, proyectada por la Delegación de Cultura. Rancapino estará, de nuevo, andando por Chiclana, como siempre y para siempre.

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