El duque de Rivas, héroe de la batalla de La Barrosa

Laurel y rosas

Juan Carlos Rodríguez

15 de agosto 2021 - 06:00

Una de las ausencias más llamativas que ha acompañado al relato de la batalla de La Barrosa –al menos si la comparamos con la amplitud de los testimonios históricos, con el extraordinario eco en la prensa de la época y, sobre todo, con el impacto en la pintura, el grabado o la viñeta– es la falta de entusiasmo que la literatura ha mostrado por la contienda, aun en los años inmediatos al 5 de marzo de 1811. El imaginario lírico español, por supuesto. Porque el británico, con Robert Southey, Walter Scott o William Blacker, ya se había encargado de henchir la gesta del general Graham en el cerro del Puerco. En cierto modo, la ausencia patria de odas y versos épicos tiene que ver con aquello que describió con lucidez el general Luis Lacy y Gautier: “Si se ganó, pudo ganarse más”.

La “gloria conseguida” –como describió el Estado Mayor español la victoria de las tropas aliadas frente al Primer Ejército Napoleónico en La Barrosa– quedó marchita porque no se pudo alcanzar el objetivo evidente: tomar Chiclana y Puerto Real. O lo que era lo mismo: liberar Cádiz del cerco napoleónico pasaba por expulsar a los franceses de ambas villas. El desencuentro entre Lapeña y Graham acabó por condenar esa posibilidad. Y la destitución de Manuel Lapeña del alto mando del ejército por la Regencia no contribuyó, desde luego, a que los rapsodas hicieran de la hazaña de Chiclana otro Bailén. Aún así, a la batalla del 5 de marzo de 1811 no le faltó su poeta: Ángel Saavedra, el duque de Rivas, quien “participa heroicamente”. Así describe Manuel Ruiz Lagos, al menos, el papel –más legendario que real– del militar que luego se convertiría en famoso dramaturgo romántico.

Nicomedes Pastor Díaz, otro adalid liberal y también romántico –que llegó a ser ministro de Estado en 1856, bajo el Gobierno de Leopoldo O’Donnell–, recoge en su “Galería de españoles célebres contemporáneos” cómo el duque de Rivas combatió en las proximidades de la barca de Sancti Petri: “No cesaron en Cádiz sus tareas militares. Ascendido a ayudante primero de estado mayor, teniente coronel efectivo, desempeñó varias comisiones importantes. Se halló eventualmente en la Batalla de Chiclana, a donde fue de orden de la Regencia para traer noticias, pero su ardor le llevó a mezclarse activamente en la pelea antes que atender el inmediato objeto de la misión”.

El marco lo cierra Adolfo de Castro en su “Cádiz en la Guerra de la Independencia”, donde expone: “El ilustre poeta don Ángel de Saavedra, hoy duque de Rivas, que después de herido en la batalla de Ocaña, se encuentra en Cádiz, como ayudante segundo del Estado mayor general, va en medio de la batalla, de orden de la Regencia, para volver con el primer aviso del éxito del combate. Monta un caballo que había pertenecido al general Solano. Llega a la Isla, pasa el puente, se avista con el jefe de Estado mayor, don Luis Lacy, el cual le manda, aprovechando la circunstancia de su venida, que al frente de un batallón se apodere de un reducto enemigo, que molesta mucho con sus fuegos. A la cabeza de las tropas va don Ángel de Saavedra, y logra enseñorearse de aquel punto, no sin recibir una ligera herida de un bayonetazo en la frente. Con esta insignia de honor vuelve a Cádiz a dar a la Regencia nuevas de la victoria, obteniendo en seguida el grado de teniente coronel”.

El vate no dedicó a las hazañas de Chiclana –ni menos a las suyas– ningún poema, aunque la reivindica, entre otras batallas de la Guerra de la Independencia. La nombra en la oda “España triunfante” (1814), y así escribe entre sus versos con severa crudeza: “Tamames y Abisval, y Talavera,/ y Chiclana, y Valencia, y Arapiles,/ y donde fue Manresa desgraciada,/ y Lerín: y Sampayo, y Albuera,/ campos de horror a los traidores viles/ que osaron profanar la patria amada:/ correrá apresurada/ la serie de los siglos; tronos, reyes,/ mares, planetas, se verán mudados,/ cambiando el orbe sus eternas leyes,/ mas nunca tales nombres olvidados”.

Vuelve poco después “Al mismo asunto” –es así como titula el nuevo poema, fechado también en 1814– con idéntica lira y similar prosopopeya: “Bailén, y Talavera,/ Tamames, Abisval, Heras, Chiclana,/ Sampayo y Albuera…/ ¡Ay, que la voz humana,/ que intenta pronunciaros os profana!/ ¡Oh campos de victoria,/ do los hesperios ínclitos pendones/ lograron alta gloria!/ Eternas bendiciones/ os darán mil y mil generaciones”.

Saavedra se convertiría años después en el primer dramaturgo romántico con el estreno de “Don Álvaro o la fuerza del sino” (1835). El nuestro, Antonio García Gutiérrez, nació el 5 de julio de 1813 en la calle Corredera, apenas un año después de la ocupación francesa: “Yo vi la triste luz, cuando la tierra/ al peso de un tirano estremecida/ que al fin el cielo domellar le plugo/ luchaba en cruda guerra/ rehuyendo airada el ominoso yugo”, escribe en su poema “A Cádiz” (2 de mayo de 1831)”. Esos versos son un ferviente canto a la libertad y la ciudad en la que el poeta vivió, junto a su numerosa familia, entre 1820 y 1831: “¡O Cádiz, patria mía!/ Tú sola prepotente/ doblarse viste ante tus altos muros/ del fiero galo la orgullosa frente./ Cuando la Europa tímida cubría/ la desdorada sien de oprobio y luto”.

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