Laurel y Rosas

Pepe Palacios, pintor de Sancti Petri y de la marisma

“Un cuadro debe contar una historia”, afirma rotundo Pepe Palacios (Chiclana, 1958). Y los suyos, sus dunas y marismas, narran su propia historia, su infancia, su memoria, su naturaleza. “Yo nací en Sancti Petri y en mi DNI pone que soy de Chiclana”, afirma. Y no es casual que la pintura de Pepe Palacios deslumbre con sus paisajes de una marisma que, a veces, es Sancti Petri y es Chiclana, también San Fernando o El Puerto. “A mi la marisma me transmite paz, calma, tranquilidad. Me hace hablar conmigo mismo. Me encuentro en ella con mi soledad. Me hace sentirme a gusto. Camino y camino, miro al frente, y disfruto de lo que veo”, manifiesta. El artista, el misterio, la luz, hace que los óleos de Pepe Palacios transmitan, exactamente, todo este mismo corolario de sensaciones.

“La marisma también es volver a los orígenes, a tus orígenes –añade–. Uno siente que es de ahí, y parece como si la marisma me llamara y por eso voy. Y ahí hay un encuentro. Y ese encuentro es donde estás a gusto, quizás porque es mi origen, es mi sitio, es mi lugar”. Pepe Palacios no duda: “Claro que me siento de Sancti Petri. Los de Sancti Petri siempre decimos que somos de Sancti Petri, que no de Chiclana. Como si fuese más todavía que ser de Chiclana. Es curioso”. Aquel Sancti Petri, aún estaba en pleno apogeo con el Consorcio Nacional Almadrabero. “Mi abuelo era carabinero, y estuvo destacado en el cuartel de la Torre del Puerco –explica– y eso fue lo que le llevó a Sancti Petri. Incluso, antes, cuando mi padre aún era niño, estuvo en el cuartel del Chato, y quizás por eso también él pintaba paisajes de playa”.

El padre de Pepe Palacios, el también pintor Francisco Palacios Acuña, sin embargo, pronto se fue a Cádiz. “A él, aquello de las almadrabas, los barcos, los atunes, no le iban mucho. Él se sentía artista y un poco bohemio, y se vino a Cádiz a buscar trabajo, y se afincó aquí”, narra el propio Pepe en su estudio gaditano, inmediato a la plaza de Candelaria. “Y entonces fue cuando se trajo a mi madre desde Sancti Petri y me hicieron venir a mi”, prosigue. “Pero yo nací en Sancti Petri –aclara–. Mi madre se fue a casa de mi abuela para que yo naciera allí”.

Aquel Sancti Petri no lo ha olvidado, siempre rodeado de la familia de su madre, Josefa Muñoz Coello. “Estuve muy poco, pero nunca perdí la vinculación con Sancti Petri porque mi madre a cada momento estaba en el poblado, volvía siempre que podía, incluso los fines de semana. Y muchas veces me dejaba allí, y se venía a Cádiz con mi hermano. Yo me quedaba con mi tía, con mi abuela, con mis primos. Así que viví una infancia muy bonita en Chiclana. A trozos, pero que recuerdo mucho”. De vez en cuando vuelve a la marisma, a Carboneros, desde donde lo sigue pintando, eso sí, decadente sobre la línea del horizonte. Al poblado, “a lo que queda”, como matiza, apenas regresa.

“Me da mucha pena, a veces voy y doy un paseo, pero ya no hay nada –rememora–. Las veces que me bañé en el río, lo que corrí por la calle del Reloj, que llegaba a la casa del capellán, donde está hoy el Club Náutico. De barca en barca. Nadando con mis primos. La escuela. A misa los domingos con el padre Ignacio. Todos esos son recuerdos que no se me olvidan”. Y que resurgen en todos sus cuadros. “Cuando estás pintando la marisma todos esos recuerdos, aunque parezca que no, lo estás reviviendo”, afirma. En esos mismos paisajes de marismas casi siempre hay un camino, un carril, porque la vida no se detiene, avanza, prosigue. “El camino me sugiere que tengo que seguirlo –sostiene–, es una pista, si estás despistado, es que estás fuera del camino. Y no quiero estar. Quiero estar en el camino, siempre hacia un sitio”.

Esos mismos caminos que recorre también asiduamente por toda la marisma. “Yo me escapo y me voy por las mañanas, tranquilo, haciendo fotos. Y busco un carril, otro, y voy trabajando”, explica. La inmensidad, el horizonte, los esteros, el mar como oyéndose a lo lejos, la línea recta del horizonte. “Igual no siempre pinto lo que veo, porque me gusta hacer composiciones, quitar, poner. Siempre busco un centro de atención, y a partir de ahí ya, voy quitando, añadiendo. Trabajando. Me gusta la luz, más de invierno que la de verano. Es más pausada, tiene otros tonos más tranquilos. Miro los colores, los claros, los oscuros, los tonos. Y cuando vuelvo siempre siento que he aprendido de esa naturaleza”.

En las tablas Pepe Palacios –como en su infancia y su memoria– está Chiclana y Sancti Petri, también el castillo y las dunas de La Barrosa, incluso la Torre del Puerco y el parque del El Campito. Está la luz y la marisma de Cádiz, su esplendor y su luz, su inmensidad y su silencio. Lo que no hay son paisajes urbanos, sí “interiores de silencio”, detalles de arquitectura de templos a los que el pintor mira desde dentro, desde el corazón, desde la fe, persiguiendo también luz, paz, silencio. Caminos que se cruzan: porque Pepe Palacios, gaditano de Sancti Petri y Chiclana, es espiritual. Sus dunas y sus marismas, su pintura, también.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios