camino al cile
  • Ciudades portuarias, como es el caso de Cádiz, han contribuido a ensanchar y hacer crecer el idioma que habitan

  • Intentar preservar intacto lo que se habla, dicen los especialistas, es ponerle vallas al mar

El rastro de la lengua

El suelo frente a la Catedral Vieja, con piedras de lastre procedentes de todo el mundo. El suelo frente a la Catedral Vieja, con piedras de lastre procedentes de todo el mundo.

El suelo frente a la Catedral Vieja, con piedras de lastre procedentes de todo el mundo. / Lourdes de Vicente

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

El suelo de la Catedral Vieja, el corazón de Cádiz, está hecho de cantos rodados: es uno de los pocos restos que quedan del pavimento antiguo de la ciudad. Su forma tiene una razón de ser, ya que son piedras de lastre utilizadas por los cargueros. Un estudio realizado por la Universidad de Cádiz –cuenta el catedrático de Literatura Alberto Romero Ferrer– descubrió que esas piedras no tenían un solo origen, sino que había rocas procedentes de Países Bajos, de Cuba, de Inglaterra. 

Como otras zonas portuarias, Cádiz, y la lengua de Cádiz, más que receptores han sido exportadores de hablas: “Muchos de los giros y rasgos fonéticos de las hablas del Caribe están muy marcados por el habla de Cádiz y de Canarias –comenta Manuel Rivas, catedrático de Filología y subdirector del Instituto Universitario de Investigación en Estudios del Mundo Hispánico en la UCA–, pero el estrato gaditano también vive del entorno y de sus raíces. El eco que dejó en el sur la lengua árabe se nota, la gente no lo percibe, pero se nota en la fonética, no se puede rehuir”. 

Frente a lo que suele creer la mayoría al pensar en una lengua como estructura, con sus normas, discusiones y academias, un idioma “tiene una naturaleza muy dinámica –indica Manuel Rivas–. Esto es algo que podemos ver hoy día en vivo, a tiempo real, con las redes sociales, donde la velocidad coge un impulso tremendo”. 

“Para lo que llamamos panhispanismo –apunta el también catedrático de la Universidad de Cádiz, Victoriano Gaviño-, la globalización tecnológica ha venido muy bien, porque la gente ya tiene un mayor conocimiento de otras variaciones, y otras formas no le son tan ajenas”. 

La velocidad y la naturaleza líquida de la globalización hacen que parámetros que cincuenta años atrás eran considerados estables a la hora de analizar una lengua, como los diatópicos (geográficos) ahora no estén tan claros. “La dialectología ha variado con el acceso generalizado a internet –explica Rivas–. Lo que antes eran áreas dialectales, y que a menudo venían marcadas por accidentes geográficos, se han difuminado. Las variaciones dialectales son cada vez más borrosas. Antes, nacías y morías en el mismo sitio, en el mismo valle, ahora no sólo hay mayor dinamismo geográfico, sino que el acceso a otras formas de expresarse está al alcance de la mano”. 

“La cuestión básica sería para qué sirve una lengua –prosigue Gaviño–. Para comunicarnos. ¿Una palabra o estructura ha cumplido su función aunque no sea lo ortodoxo, lo estrictamente exacto? Pues ya está. Es que caeríamos en una neurosis lingüística si fuera de otra manera”. 

En esta línea, la llegada constante de neologismos forma parte de la característica de la lengua como elemento dinámico. Y esto es así, indica Gaviño, “ante debates como el de que en otro tiempo se hablaba mejor y demás”. Ante cuestiones como por qué no recurrimos a nuestras propias palabras frente a la introducción de términos ingleses, por ejemplo, lo que hay que hacer es “ver por qué nos hacemos esas preguntas –desarrolla–. Es algo absurdo. Los hablantes harán lo que les dé la gana y es inevitable que esas incorporaciones se introduzcan. Ahora, los chavales están todo el día con el ‘qué pasa, bro’. ¿Seguirá colega en uso, o hermano, o tío, o se perderán, igual que otras palabras se han perdido? Pues quién sabe, pero empeñarse en ponerle empalizadas al mar es una guerra perdida”.

“Los grupos jóvenes –continúa Gaviño– actúan más como esponjas. Cuando la gente consolida su habla, difícilmente incorpora nuevas palabras a su léxico: si se hace, es visto como algo ajeno y muy raro”. Pone como ejemplo una ocasión en la que le dijo a su hija de diez años “se vienen cositas”: “Papá, tú eres muy viejo para decir eso”. Qué portazo. Abundando: “Se vienen cositas, tú antes –de ser pronunciado por mi padre– molabas”. “En la misma lengua –prosigue el especialista– conviven los dos grupos, y eso es lo bueno. ¿Cuál es mejor? Ninguno de los dos”.    

Perspectiva. Entre todas las palabras, probablemente sea esa la que resume la visión de los filólogos sobre los usos de la lengua. Desde fuera, la tilde de ‘sólo’ salta a portada en los medios y destaca sobre las quejas habituales en torno al idioma: hoy se habla peor, qué lástima de las palabras que usaban los abuelos y ya nadie usa, por qué lo trufamos todo de términos ingleses sin pensar, qué somos, gilipollas. Mientras, los filólogos escuchan todo esto y se encogen de hombros. Ponen la luz larga: ese gran organismo que es una lengua crece y decrece, va evolucionando mientras unas células se extinguen y nacen otras nuevas. Sólo parece tener una certeza: el movimiento constante. 

Victoriano Gaviño y Manuel Rivas, catedráticos de Filología de la UCA. Victoriano Gaviño y Manuel Rivas, catedráticos de Filología de la UCA.

Victoriano Gaviño y Manuel Rivas, catedráticos de Filología de la UCA. / Lourdes de Vicente

Frente a la gran masa oceánica que son las lenguas, además, el inglés no deja de ser un pariente. “El 80% de la lengua inglesa, son palabras latinas asumidas en su lengua –señala Manuel Rivas–. Lo mismo que nosotros asumimos las suyas adaptadas fonéticamente, igual que hicimos en su tiempo con los indigenismos de América”.

La globalización, no sé si primera, digamos penúltima, también nos trajo nuevos términos. Nuevos términos a la fuerza, pues se describían realidades que nunca antes habían sido. No hubo reacciones ante los “barbarismos” que balbuceábamos porque, entre otras cosas, indica Rivas, “había un filtro primero, ejercido por frailes como Bernabé de Sahagún que, cuando llegan a las misiones, empiezan a crear vocabularios indígenas, y lo primero que les llega es una adaptación muy fonética de lo que hacían los indígenas. Así, ahuacatl, por ejemplo, en el XVIII se adapta a ‘aguacate’. Una palabra, además, que tomamos del náhualt, mientras que amplias zonas de América del Sur lo llaman ‘palta’, que era la palabra quechua. ¿Por qué se produce esa distribución y nos llegan términos de unas lenguas y no de otras? Pues, posiblemente, fuera una cuestión de frecuencia, del punto más cercano, que era Nueva España”. “Además –prosigue–, no es lo mismo que un hablante de español de España estudie los indigenismos que lo haga un mexicano: si yo me pongo a estudiar en prensa los indigenismos del XVIII en México, me voy a dar más cuenta, porque tienen asumidos muchísimos”. 

Y las palabras vienen introducidas, advierten, por el uso popular, no por las élites, y luego, una vez se generaliza, la Real Academia tiende a recogerlo: “El primer volumen de la RAE, el Diccionario de Autoridades, ya recogía 158 indigenismos como tales –indica Manuel Rivas–, y eso que recurría para ello a términos que hubieran aparecido en libros ya publicados. Y, como pasa siempre, muchos perviven, otros se distribuyen y otros desaparecen”. 

Respecto al papel institucional, Victoriano Gaviño subraya que la reflexión debería ser sobre la utilidad social: “¿De qué se trata, de conservar una lengua estática y que no cambie, o admitir unos usos, sancionarlos o no? Nuestra RAE surgió a semejanza de la academia italiana, con su lema famoso de limpiar, fijar y dar esplendor. Su objetivo era preservar los usos castizos de la lengua y procurar información de cómo se usaba el idioma, no dominar, era una función didáctica: también hay que tener en cuenta que nació en el siglo XVIII, cuando la sociedad era prácticamente analfabeta. Un tiralíneas era necesario, quién va a preservar la lengua sino los que saben hablarla, y hay que enseñar a los que no saben. Hoy día, cuando todo el mundo está alfabetizado, es muy difícil, como hablante, que aceptes sanciones o usos de la RAE que pueden serte completamente ajenos y no tienen nada que ver con lo que aprendiste, que es lo que ha pasado con ‘sólo’. La tendencia, desde luego –prosigue– ha ido de mayor prescriptivismo a mayor descriptivismo, a decir cómo se habla, y se aceptan usos que hace 20 años se consideraban vulgares. La RAE ha de preservar su poder, no puede ir en contra de la sociedad, perdería su valor”.  

Victoriano Gaviño: "Los grupos jóvenes actúan más como esponjas: una vez un hablante se consolida, es raro que introduzca nuevos términos"

“Lo curioso –continúa Manuel Rivas– es que ante instituciones como la RAE o la BBC inglesa, el poder no se lo otorga la institución, sino la gente, aunque lo rechace. Tú te vas a Chile y despotrican de cómo hablan en España, pero entre ellos se regalan el diccionario de la RAE porque es como hay que hablar. Luego, hay una doble consecuencia: hace tres años, Pérez-Reverte lanzó un tuit diciendo que se aceptaba la voz ‘iros’ en vez de ‘idos’. Y entonces la gente decía, ‘¿ah, que lo correcto es iros?’. 

Rivas recuerda que, cuando estudiaba en Alemania, hubo una gran polémica porque la definición de ausländisch (extranjero) era “persona non grata”, “pero es que la edición que se tomaba de referencia era la de los años 30, con todo el ascenso del nazismo –explica–. En los años 70, evidentemente, ya no era así no, y las ediciones posteriores no han recogido ese uso. Pero ese uso tiene que estar, no puedes vivir de espaldas a la realidad que plasmas. Por ejemplo, en nuestras ediciones de diccionario de 1933, creo, la médica era sólo la mujer del médico, igual que la abogada: que una mujer ejerciera como tal era una realidad así de inconcebible”.  

“¿Qué hace, en fin, un diccionario? –continúa Victoriano Gaviño-. ¿Describir qué dicen los hablantes, o debe ser un motor que provoque el cambio en la sociedad? Dependiendo de una cosa u otra, has de alejarte de la sociedad y reconducir las definiciones; o, si lo que quieres es describir, tendrás que recoger su uso”. En esta línea, se entra en cuestiones como cuál es la definición más adecuada de ciertos términos o el uso igualitario del lenguaje. Una cuestión, desde a luego a contemplar, pero que a veces parece otorgarle a las palabras una cualidad mágica, de conformación de la realidad: “Por ejemplo, venimos de una realidad machista: eso la lengua lo va a reflejar. Pero lo que hay que hacer es corregir la realidad: por recurrir a nombres neutros o el os/as no va a cambiar estructuralmente el machismo de la sociedad, le estás echando la culpa a algo que no lo tiene”, piensa Rivas. 

A nivel de números, se escuchan los orgullosos golpes en el pecho cuando se recuentan los millones de hablantes de español en el mundo, cómo se afirma como segunda lengua en Estados Unidos. El inglés, sin embargo, sigue siendo la segunda lengua implacable en todo el orbe. Y, por millones, tenemos a varios integrantes de los BRICS llevando a pulso el peso de las palabras. Precisamente, en un escenario cada vez más globalizado, ¿qué ocurrirá con las lenguas minoritarias? ¿Están llamadas a la extinción? “Es una cuestión que en Brasil, por ejemplo, se discute mucho –afirma Victoriano Gaviño–. Nadie sabe lo que puede ocurrir”. Nadie apostaba por el gaélico hace un siglo y, a fuerza de voluntad, ha resistido. En Filipinas, nuestro musculoso idioma ha desaparecido. “Y en Chile, por ejemplo –añade–, también hay un debate amplísimo sobre qué protección se le da a lenguas minoritarias, que en realidad tienen escasos hablantes, y poca alfabetización, y que difícilmente van a sobrevivir”. 

Manuel Rivas: "El primer volumen de la RAE, el 'Diccionario de Autoridades', ya recogía 158 indigenismos como tales"

“Cuando se pierde una lengua, se pierde una cultura –asegura también–. El latín se perdió y sí, es cierto, siempre hay un sustrato, no se pierde del todo, como también hemos visto en el español latinoamericano. Pero es un consuelo un poco tonto, como que cuando se te muere alguien te quedan sus recuerdos, pero el bien en sí ha desaparecido, desaparece una visión del mundo. El problema en muchas de estas lenguas es que tampoco tienen textos escritos y la pérdida es total, no puedes recurrir a fuentes escritas”. 

Respecto a cómo manejamos aquí nuestras lenguas oficiales, los filólogos tienen una visión poco dada a aplausos. “Desde un punto de vista político, sería más recomendable que en regiones como Andalucía se enseñaran también algunas de las otras lenguas cooficiales del Estado –opina Manuel Rivas–. Por un lado, estaría el trasiego de profesores vascos, gallegos y catalanes, que suavizaría mucho las cosas, porque a veces piensan que los vamos a quemar en la plaza pública; y, por otro, nos daría a todos un sentimiento de pertenencia a algo: no habría tanto miedo a la hora de cambiar de sitio, e incluso al viajar irías con otra actitud, pues voy a defenderme un poquito, te toman también de otra manera”. 

Gaviño está de acuerdo pero es escéptico: “Este país tiene una historia de desastres en política educativa, no se llega nunca a acuerdos ni a un auténtico Pacto de Estado”. 

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