HACE meses que perdí la esperanza de que el Cádiz ascendiera este año. Me bastó un vistazo al proyecto para borrarme. Así, sin más, sin dolor, sin anestesia, con la misma facilidad con la que abandono un libro que no me gusta. Empecé a leer este Cádiz de García Remón, Baldasano, Calderón y Muñoz y me cansé a las pocas páginas. Uno, con los años, va perdiendo esa pasión futbolera que inunda los ojos por triunfos épicos y derrotas dolorosas. Yo, que he derramado benditas y añoradas lágrimas con ascensos y descensos, contemplo indiferente una temporada que nació muerta. No creo que sea una tragedia, pero me molesta que a estas alturas de la temporada se siga hablando de que el ascenso está a tantos o cuantos puntos. El ascenso está imposible, no por la diferencia en la tabla, sino porque este Cádiz no sabe a qué demonios juega, porque aburre, porque hay jugadores muy malos que repiten en las alineaciones, porque se ha metido en un bucle interminable y asqueroso que me temo nos llevará a otro puesto mediocre, a otras ofertas de compra-venta, a otro verano de inquietud, a otra plantilla descompensada, en definitiva, a otro desencanto. Y yo ya me he cansado, lo siento, estoy demasiado ocupado para morirme por el Cádiz. No me gustan las religiones fanáticas y ésta empieza a serlo. Parece un pecado mortal faltar a misa de cinco en el Carranza, por mucho que la ceremonia sea siempre igual: acoso inicial, tres ocasiones falladas, un penalti no señalado, una expulsión carajota y gol del rival en su primera llegada. Y entonces tienes la sensación de que ya has vivido eso, y el mundo gira más despacio, y tu mirada se pierde entre otros autómatas que, como tu, huyen a toda velocidad del templo de las desdichas. Pero vuelven, como lo haré yo, supongo, incapaz de enterrar mi esperanza, que es lo último que se pierde pero a la que golpean cada semana cuando viste de amarillo. No me gusta este Cádiz. Cuando hagan uno nuevo, que gane o pierde pero sea diferente, ya saben donde estoy.