UNO de los tópicos más extendidos, y más injustos, que se asocian a las campañas electorales es el que las presenta como una especie de subasta donde unos y otros dicen lo mismo, se comportan de la misma manera, y hacen promesas similares que son recibidas por los ciudadanos con el mismo grado de escepticismo. Se trata de una caricatura y, como tal, distorsiona la realidad, pero pocas veces en nuestra historia esta imagen ha sido más falsa que el momento que estamos viviendo; nunca como ahora los electores han tenido más argumentos para convencerse de que, como dice la canción, "no es lo mismo".

Y es que, habiendo renunciado a encontrar ese centro político que al parecer llevaban décadas buscando, los dirigentes del PP por fin se presentan como lo que son: gente de derechas, con ideas de derechas. Eso es bueno porque aclara mucho el panorama, y a la hora de decidir su voto los ciudadanos saben a qué atenerse. Por ejemplo, saben que hay un partido, el socialista, que garantiza un sistema de pensiones público, mientras que importantes candidatos del PP han defendido públicamente un sistema de pensiones privatizado. Siguiendo con los ejemplos: los votantes saben bien que si Rodríguez Zapatero es presidente del Gobierno tras el 9 de marzo, el Salario Mínimo Interprofesional seguirá subiendo como lo ha hecho a lo largo de esta legislatura. Tan clara es esa voluntad como la que, en sentido contrario, ha manifestado reiteradamente Rajoy, para el que subir los salarios de quienes menos ganan es una irresponsabilidad. Del mismo modo, los españoles saben que si el PSOE vence, se consolidarán los avances en materia de derechos que el Gobierno ha impulsado en estos cuatro años, y tienen pocas dudas de que si quien gana es Rajoy modificará, cuando menos, la ley que permite que cada cual se case con quien quiera. Sobre estos asuntos al ciudadano le caben pocas dudas y eso, insisto, es bueno.

Por desgracia, la claridad del PP no ha sido completa. Después de tanta sinceridad, alguien ha debido de acordarse en ese partido de que en España hay mucha gente que depende del salario mínimo o que quiere que el Estado le garantice su pensión. Rajoy ha caído en la cuenta de que existen trabajadores y se ha lanzado a proclamar su hallazgo, y es aquí donde entra en juego el crédito que cada uno tiene para decir lo que dice.

Porque cuando Zapatero se compromete a crear plazas en escuelas infantiles, a continuar con la mejora de las pensiones o a favorecer el acceso a la vivienda de los jóvenes, cuenta con la credibilidad de quién ha impulsado el programa de avances sociales más intenso de nuestra historia. Cuando Zapatero habla de diálogo, lo dice después de haber propiciado que ésta haya sido la legislatura con menos horas de huelga y, sobre todo, con más acuerdos sociales de la democracia. Y si los socialistas hablamos de seguridad podemos hacerlo con la credibilidad de quien ha incrementado los efectivos de policías y guardias civiles en más de 17.000 nuevos funcionarios en cuatro años. El problema de Rajoy, y por ello intenta desesperadamente que nos olvidemos de que no es nuevo en política, es que tiene un pasado, un pasado de gobierno y un pasado de oposición. El problema de Rajoy es que millones de ciudadanos recuerdan que la solución que dio su gobierno a la desaceleración económica que se produjo en el año 2002 fue el "decretazo". El problema de Rajoy es que todos recordamos que las políticas en materia de sanidad o educación de los gobiernos en los que fue ministro buscaron penalizar lo público y favorecer a lo privado. El problema de Rajoy es que, pese a que trate de que lo olvidemos, también fue ministro de Interior; y aunque su paso por este ministerio fue tan fugaz como en el resto de carteras que ocupó, sí le dio tiempo a alcanzar un triste record: el año 2002 fue el de mayor tasa de criminalidad de la democracia española. Él mismo se encargó de explicar por qué: en sus años de gobierno suprimieron más de 7.000 agentes de Policía y de Guardia Civil. Quien ahora promete 30.000 nuevas plazas, suprimió 7.000. Si nos las hubieran quitado, ahora sólo tendría que prometer 23.000. El problema de Rajoy es que como ministro de Educación suprimió becas y como ministro de Administraciones Públicas congeló el sueldo de los empleados públicos. El problema de Rajoy es que nadie puede creer que después de cuatro años de oposición destructiva vaya a convertirse en apóstol del diálogo si gana las elecciones. El problema de Rajoy es que ni uno solo de sus vaticinios se ha cumplido, pero sus negras profecías -España y la familia se rompían, los conciertos educativos se acababan, Navarra se entregaba en una negociación con ETA- se han revelado como falacias para asustar a los ciudadanos. Y que mientras trataba de meter el miedo a la gente en el cuerpo, crispaba y descalificaba, a veces gravemente, a José Luis Rodríguez Zapatero, el Gobierno socialista mejoraba las pensiones mínimas, subía las becas, aprobaba una ley, la de la dependencia, para ayudar a quienes no pueden valerse por sí mismos, sacaba adelante otra, la de la igualdad entre hombres y mejores y se creaban tres millones de puestos de trabajo, de ellos 1,6 ocupados por mujeres, lo que elevó la cifra de trabajadores en España hasta los veinte millones. En suma, el problema de Rajoy, como el de los "escondidos" Zaplana o Acebes, es que su éxito depende de la amnesia colectiva, mientras que los socialistas sólo necesitamos que los ciudadanos tengan presente quiénes somos y lo que hemos hecho cada uno en el lugar, gobierno u oposición, en el que con sus votos nos situaron el año 2004.

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