En el colegio de mi hija nos explicaban la importancia de educar en la sinceridad. Lo fundamental, por lo visto, es el ejemplo. Los padres asentíamos muy serios, y yo, incluso, tomaba notas. Cuando acabó la sesión, me acerqué a la profesora para decirle que la niña había hecho un dibujo para ella, pero que, por no atiborrarla de manualidades, yo lo había tirado, pero que lo supiese para agradecérselo, simplemente. "Vaya con la sinceridad, eh...", comentó la profesora en voz alta. Pasó anteayer, y todavía estoy colorado.

Lo que no quita para que en el coche de vuelta armase mi defensa. No se trataba de engañar a la niña, sino de valorar el dibujo en lo que valía, que no era el trazo, sino la intención. Lo bonito era el detalle, no el garabato. Pero puede, por cómo me miró la profesora, que yo esté completamente equivocado.

Como nada agita la mente como una buena mala conciencia, aproveché la ocasión y le di otra vuelta al asunto de la verdad, tan de rabiosa actualidad en la política y en el periodismo. Mal está el relativismo de toda la vida o la posverdad de moda, pero los hechos tampoco vienen desnudos, sino vestidos de enfoques. La verdad y, sobre todo, la sinceridad pueden variar bastante. "Give me new facts!" exigía Ronald Reagan cuando le avisaban de que los hechos estaban en contra de sus principios e ideales. Esa petición puede resultar peligrosa, porque los hechos no pueden sacarse de la manga ni negarse como si nada. Pero es verdad que, como en la cuestión del regalo pictórico de mi hija, podemos pasar de una mentira desconsiderada, según dónde pongamos el acento, a una perspicacia trascendida. Una cosa es la posverdad y otra el "¡Pues es verdad!", que también pasa, cuando se piensan bien las cosas.

La realidad tiene holgura. Deja margen para el perspectivismo orteguiano, que no es relativismo, sino verdad entreverada de biografía. Lo que implica la importancia de la literatura y de la filosofía como herramientas esenciales en la búsqueda de la verdad, más allá de la demoscopia y la física, complementándolas. También queda margen para la discusión y para los legítimos intentos de convencernos unos a otros, esa variante intelectual del deber de amarnos. Entre la indiferencia aséptica de la tolerancia total y el dogmatismo férreo de la verdad unívoca, la realidad se abre en abanico, invitándonos a la reflexión, la ironía, la comprensión y la creatividad.

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