EL horario del partido que el Cádiz jugó el pasado domingo en el estadio Sánchez Pizjuán, a las doce de la mañana, invitaba a muchos gaditanos a inaugurar el nuevo precio del peaje de la autopista, cuya subida seguro que se invertirá en asfaltar los tramos de calzada donde reinan algunos baches, y acudir a la capital andaluza para ver el partido contra el filial sevillista. La cercanía geográfica del desplazamiento, la amplitud del aforo del campo y, repito, el horario, hizo que fueran muchas las familias que decidieran presenciar en directo el encuentro. Todo esto era previsible.

Lo que ya no lo fue tanto es que un grupo de impresentables -que también debe haberlos en la afición del Cádiz porque descerebrados hay en medio mundo- del Cádiz y y del Xerez se uniera en una entente antideportiva para tratar de hacer la vida imposible a algunos aficionados desplazados desde Cádiz.

Parece mentira que después de la experiencia vivida por todas las aficiones andaluzas tras la muerte de Puerta, en especial de las hinchadas del Betis y el Sevilla, y después de tantos actos de hermanamiento, aún haya quien pierda unas horas de su vida en hacer imposible la existencia de los demás.

Igual que parece mentira que la Policía no pusiera más celo en organizar un dispositivo en condiciones, disuasorio, que hubiera servido para frenar algunas malas intenciones.

Extraña lo ocurrido después, sobre todo, de que en los últimos enfrentamientos entre Cádiz y Sevilla, y hubo cuatro contando la eliminatoria de la Copa del Rey, los incidentes fueran mínimos. Cuando parecía que el fútbol en España, y con especial incidencia en Andalucía, camina por senderos más cuerdos y deportivos, hay grupos que se empeñan en destruir lo que la ciudadanía más normalizada ha construido. Y para que demostrar que los gaditanos no están en esta onda tan negativa, el domingo, tras el Hércules, está el derbi con el Xerez B para demostrar que el deporte es lo nuestro.