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Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

Negociaciones

LA coyuntura actual de la política andaluza es tan apasionante que da pie a análisis pegados al terreno y también a otros más abstractos. Como, por ejemplo, a recapacitar sobre la torpeza negociadora que, en principio, están demostrando todos nuestros representantes. No es un mal específicamente andaluz, ojo, sino una ya vieja tradición de nuestra aún joven democracia.

¿Qué pasó -nos convendría preguntarnos- para que una democracia que nacía de complejos y generosos pactos se convirtiese, tras la primera curva de la transición, en un páramo en todo lo que a negociaciones se refiere? Como suele ocurrir, concurrió un cúmulo de circunstancias. A rebufo de una ley electoral que barre para los vencedores, se han sucedido bastantes mayorías absolutas que pasaron su rodillo de inmediato sobre la más mínima necesidad de negociar.

Pero no ha sido sólo eso tan obvio. En los partidos se impuso una rígida jerarquía interna, donde el liderazgo se confunde, poco a poco, con el absolutismo. Los políticos entonces, muy desacostumbrados a negociar ad intra, fueron perdiéndole el gusto y la práctica. A lo que hay que añadir que no existe nada más negativo para una negociación que el ego, que ha estado bien inflado todos estos años de culto al jefe.

Luego, los nacionalismos han contribuido con un doble efecto dañino. Porque, o pactando con unos o con otros, han evitado casi siempre (a veces antiterrorismo aparte) que los grandes partidos negociasen entre ellos. Y porque han creado una ficción de pacto, cuando era compraventa. Me explico: no se discutían las medidas concretas, sino las contraprestaciones. O para su territorio o para su nivel de autogobierno. Podían votar por una desaladora en Almería, sí, pero no sopesando pros y contras definidos, qué va, sino a cambio de un ramal de autovía en Martorell o así. Eran negociaciones descentradas.

Que en Andalucía el bipartidismo haya hecho aguas es una novedad evidente, pero no es menos importante su primera consecuencia inmediata. La perentoria necesidad de negociación ha venido a la política española para quedarse. Ahora se nos nota la falta de entrenamiento. Si recordamos nuestra trayectoria, es comprensible. Y, además, es muy difícil. No vale cualquier acuerdo, pues uno malo es peor que ninguno y, para cualquiera medio bueno, hay que conciliar el interés propio con el ajeno y, sobre todo, con el general. Queda tarea por delante.

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