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EL cabreo del imberbe Ricky Rubio, al finalizar el extraordinario partido que disputaron Estados Unidos y España, es fiel reflejo de la sensación que se les quedó a los ganadores que defendían la camiseta nacional. No es normal que un muchacho de 17 años no disfrute sólo con ser partícipe de semejante espectáculo, dicen que el mejor de la historia olímpica del básket, y, por contra, rabie por sentirse ultrajado por la actuación de quienes se supone que deben erigirse en jueces. Me adhiero a esa tesis. Por mucho orgullo que se pueda sentir por cómo dieron a conocer Gasol y compañía a nuestro país al resto del mundo, la sensación es de impotencia.

Porque no basta con quedarse en que lo normal era que España perdiera contra una selección que integra a Kobe Bryant, LeBron James, Dwayne Wade, Carmelo Anthony o Chris Bosh, y conformarse con ello. No, y un millón de veces no. El conjunto de Aíto podía haber caído de muchas formas, sobre todo porque su nivel hubiera sido inferior a un superequipazo que encima completó unos porcentajes espectaculares, pero la única manera que no es aceptable era que todo se generara desde un trío arbitral que no midió por igual.

No sólo es cuestión de los pasos de salida que se repitieron, ayer y en todos los partidos, una y otra vez bajo la permisividad de los árbitros, lo peor fue cuando se igualó el electrónico y Dwight Howard decidió que aquello no era posible. Además de vivir en la zona, sus mamporros fueron espectaculares, casi practicaba el taekwondo y jamás era falta. Sentirse ganador moral es frustrante y Ricky, como todos, tiene más motivos para el enojo que para el festejo.

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