Defensas de la herencia

Las legítimas procuran que los bienes no salgan del todo de las familias en que se produjeron

Ha provocado mucho revuelo mediático la nueva ley vasca que facilita desheredar a los hijos. Las televisiones cuentan, embelesadas, que las llamadas con interés por acogerse a la ley se han multiplicado. Natural, por la confluencia de la novelería y de los afanes antiguos, pero ya veremos cuando pase el tiempo.

Aquí se magnifica siempre lo que socava los valores familiares, e Izquierda Unida también quiere terminar con la legítima de ascendientes cuando no hay descendientes. Pero pongamos que, junto a la ley vasca, se hiciese una ley integral del fomento de la herencia que permitiese testar sin pagar la barbaridad de impuestos que aún se pagan en muchos sitios y que desgravase el ahorro intergeneracional. Sería interesantísimo comprobar qué ley provocaba mayor interés.

No hablamos de un tema menor, aunque el patrimonio que se herede lo sea. Las legítimas procuran que los bienes no salgan del todo de las familias en que se produjeron. La herencia es consecuencia de una concepción de la familia tan firme como para desafiar al tiempo y a la muerte, y al individualismo, incluso. Es la prueba de que la tradición mira mucho más al futuro que al pasado, al que por eso mismo jamás da por muerto.

Más cerca me cae la Ley de Propiedad Intelectual. Todo el mundo celebra que en este año pasen a dominio público los derechos de Unamuno, de Machado, de Valle-Inclán, de Chesterton… A mí, en cambio, me da pena, por el idealismo de la herencia, igualmente. ¿Por qué el fruto del trabajo de los escritores caduca, a diferencia de las otras propiedades? ¿Qué otra cosa que la desnaturalización de la herencia explica que los mismos que se indignan tanto por la piratería intelectual aplaudan hasta con las orejas esta piratería institucionalizada? Si yo hubiese dedicado todos mis esfuerzos a hacerme con una dehesa de toros bravos, sería probable que hubiese fracasado, como lo será que fracase en la literatura, pero de haberlo conseguido, podría dejar la finca a mis nietos y a sus hijos, cosa que no podré hacer con mis libros, aunque no fracase.

Un aforismo moral reza que uno sólo tiene lo que da. Me parece tan bien que también lo aplico al patrimonio. Sólo es mío lo que pueda dejarle a los míos, que será, entre unas cosas y otras, muy poco. Nos sermonean algunos, muy adustos, que uno no puede llevarse nada al cementerio; pero yo no quiero llevármelo, quiero dejarlo; y tampoco me dejarán.

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