Apagón en el IES

Entre los innumerables encantos de la rutina, está cuando se rompe y si es por la lluvia, mejor que mejor

Se fue la luz en el IES, como una hoja arrastrada por el viento de la borrasca “Karlota”. Ya se fue otras veces con la lluvia, pero era por la mañana y entonces la luz natural, gris perlada, amortiguaba la sorpresa. Sólo había que renunciar a las pizarras digitales y a los vídeos y volver a las viejas: pizarra, tiza, voz… El paraíso para nuestra admirada Catherine L’Ecuyer. Esta vez era distinto, porque la luz se fue cuando se fue el sol, al unísono, en horario de tarde.

Entre los alumnos no cundió la melancolía, sino una brillante explosión de gozo. Yo no me quedé atrás, aunque me fui muy atrás. Entré en un túnel de tiempo que me llevó a los apagones lluviosos de mi infancia y, a la vez, al jolgorio de mi colegio cuando en el comedor a alguno se le caía la bandeja y todo el mundo rompía a aplaudir a lo bestia, menos el abochornado protagonista, y los profesores.

En mi IES, además, no había ni un alumno culpable y los profesores estábamos tranquilos porque en el horario de tarde prácticamente todos son mayores de edad. Que disfrutaban como niños. Saltaban en la oscuridad, chapoteando sobre el charco de sombra. Vitoreaban a la inestable red eléctrica. Coreaban eslóganes conservadores, pues clamaban su deseo de volver –aprovechando la circunstancia– al hogar. Unos que tenían un examen exigían dieces a mansalva, oé, oé.

Yo sólo echaba de menos las velas temblorosas de los apagones de mi infancia, pero confieso –lo siento, Catherine– que las linternitas de los móviles no hacían mal papel. Unas alumnas improvisaron una procesión de ánimas e iban por el pasillo con las cabezas cubiertas y musitando “Ave María”. El claroscuro –como supieron Georges La Tour, y Jiménez Lozano– convoca a la trascendencia. El inmenso instituto industrial, con la oscuridad, había adquirido un catedralicio aire gótico.

En cuarenta minutos, ay, volvió la luz. Me quedaba el tiempo justo de clase para sacar las conclusiones pedagógicas de esta inesperada sesión práctica. Hoy hemos aprendido, dije a mis alumnos que entrecerraban los ojos porque aún no se acostumbraban a tanta luz de los tubos fluorescentes– que un inconveniente o un contratiempo, correctamente considerado, es una aventura. Lo había dicho Chesterton y lo hemos comprobado como en un experimento. Y una aventura que no se toma con buen humor es una avería o una tragedia, esto es, un desperdicio. Que la luz de esta idea os ilumine siempre.

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