DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

Alegría

UN haiku de Kobayashi Issa podría ser el lema de mi escudo: "Oh, caracol/ escala el monte Fuji/ pero despacio". En mi vida sólo he corrido en contados momentos de apuro. En general, voy lento; lento a mi pesar, ojo: ya me gustaría ser rápido como el rayo. Pero las oposiciones las saqué al borde de los treinta años. Y como escritor apenas he empezado -espero- a madurar. Mi premiosidad es para todo: mientras que lo normal es tardar nueve meses en tener un niño, mi mujer y yo hemos empleado nueve años para dar positivo en el primer test de embarazo.

Desde luego, teniendo en cuenta lo delicado que es esto (un milagro inmenso que el feto roza con sus deditos milimétricos) no parece lo más prudente publicar tan pronto la buena nueva; pero, por otro lado, si yo fuera prudente no escribiría dos o tres columnas de opinión todas las semanas. Además, después de tanto defender por activa y por pasiva, aquí y en la manifestación del próximo sábado en Madrid, que la vida comienza en el instante mismo de la concepción, no estaría bien que me esperase ahora hasta el momento del parto para celebrarlo como merece. Mi hijo ya es.

Por fortuna, él (o ella) no ha heredado la lentitud paterna y desde antes de nacer ha comenzado a darme noches muy malas. No duermo de la emoción. Lo único que lamento en estos días de alborozo es dejar de ser un matrimonio sin hijos. No porque me parezca lo mejor, sino por todo lo contrario. Español incorregible, mi ideal caballeresco es el de don Quijote: si desfacer los entuertos casi nunca está a nuestro alcance, al menos compartir los palos. Y no tener hijos, cuando se desean, es un palo.

Un palo con el que se puede hacer mucho bien. Empleando el tiempo en actividades valiosas, se dice, pero, sobre todo, deseándolos tener. Hoy se ve a menudo la llegada de un niño con suspicacia o con pereza. De hecho, con frecuencia a los matrimonios sin hijos se les admira, más que otra cosa, por su solvencia económica (dinkies les llaman por las iniciales de double income, no kids), y se les envidian los viajes, el orden de su salón o el silencio de sus noches. Pero las parejas que los desean no caen en la trampa, y recuerdan a todos, incluso a los padres más entregados -que también protestan a veces- el don incomparable que es cada nueva vida.

Quizá porque nunca disimulé mi pena, ahora nada más que dando la noticia del embarazo asisto a lo que para mí ha sido siempre el máximo logro literario: el aleteo de la alegría. A muchos amigos y conocidos, cuando se enteran, se les saltan las lágrimas. Compartían nuestra pena y ahora, de repente, comparten nuestra felicidad.

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