V erán, la cosa es sencilla: desde hace al menos un año y dos meses hay un coche abandonado en la calle. Desde entonces, el vehículo ha ido envejeciendo solo ante las inclemencias del tiempo, perdiendo el color de la chapa que es cada día más gris. La lluvia lo lava, luego el polvo lo ensucia, luego otra lluvia convierte su capa exterior en barro, sus bajos están rodeados de hierbas que no se pueden retirar sin hacerlo antes con él, el óxido va creciendo y alguna rata ha hecho su hogar dentro de sus intrincados mecanismos de bielas, cables y rodamientos.

En el momento en que los vecinos constatamos que obviamente ese amasijo parado no tenía dueño o, si alguna vez lo tuvo, ha demostrado suficientemente que es un irresponsable, efectuamos varias llamadas a la autoridad municipal competente para la retirada. Hacemos la cuenta otra vez: catorce meses, uno detrás de otro, y la grúa municipal tan diligente en ocasiones, no ha tenido tiempo de hacer su trabajo, o los responsables no lo han considerado no ya urgente sino siquiera necesario.

El caso es que estamos como Manolo Escobar pero al revés: deseando que se lleven el carro. Los vecinos, nada partidarios de las acciones directas ni del vandalismo, hemos llegado a pensar (locos de nosotros) que si ese coche hubiera estado en una calle más céntrica que la nuestra, que está en la frontera con la nada, en el límite de lo que ya no es ciudad, habría sido objeto inmediato de la atención de la Policía Municipal. Así que, descartada la quema, se nos han ocurrido varias soluciones más o menos imaginativas que a lo mejor llevamos a la próxima reunión de la comunidad. Entre ellas están la de empujar el utilitario en cuestión unos pocos metros más adelante y situarlo junto a la incomprensible raya amarilla que hace también algunos meses alguien pintó en la acera para impedirnos aparcar, “por motivos de seguridad nacional”. Suponemos que así la autoridad civil o militar se lo llevaría.

Una más imaginativa y sutil consiste en organizar una procesión religiosa más o menos oficial, con el santo que haga falta, ya que hay miles, y cuyo itinerario coincida con nuestra calle. Naturalmente, el coche estorbaría la devoción y pasaría al desguace. Hay más opciones: montar un bar justo al lado, ya que este necesitaría sitio para su terraza; promover algún concierto gratuito, tal vez un pregón de algo, una ruta de tapeo… Algo de Halloween no serviría puesto que el estado del vehículo da miedo y lo dejarían como decoración. No sé, quizá aprovechemos las jubilosas fiestas y montemos un mercadillo navideño… O le pedimos a los Reyes Magos que no nos traigan nada pero que por favor se lo lleven, ellos que tienen cabida para todo en sus camellos mágicos y que, además, no hacen distingos por barrios. Total, yo creo que podemos aguantar dos meses más…

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