Crítica/'El Rey que fue' (Els Joglars)

Teatro en El Puerto: El rey Boadella escupe al rey emérito

Una escena de la obra 'El Rey que fue', de Els Joglars'.

Una escena de la obra 'El Rey que fue', de Els Joglars'.

Cuando en el otoño de 1977 el actor, dramaturgo y director Albert Boadella fue encarcelado para ser sometido a un consejo de guerra por injurias al Ejército español, supuestamente vertidas en su obra La Torna, ya se había aprobado la Ley para la Reforma Política, se habían celebrado las primeras elecciones generales de la flamante democracia y se daban las puntadas inaugurales de la Carta Magna. El motor de todo aquello fue un joven Borbón que convirtió una vetusta monarquía en la brillante tarjeta de visita de un país viejuno, al margen de la nueva Europa, que salía, con destreza de equilibrista y muchas fatiguitas de sus sufridos ciudadanos, de un túnel de casi cuarenta años. El cómico Boadella y el rey Juan Carlos, hoy octogenarios, iniciaron, cada uno por su carril, caminos paralelos que los llevaron a lo más alto. El cómico se convirtió en un referente teatral a base de estrenar buenas e incómodas piezas puestas en pie por un grupo catalán, Els Joglars, que consiguió lo que solo alcanzan los mejores: llenar teatros no con agradables y bienintencionadas florituras, sino poniendo delante de una sociedad ese espejo que alumbra las miserias y señala, con brutal sinceridad de chiquillo, la desnudez vergonzante de intocables emperadores que se llamaban, ahí es nada, Salvador Dalí, José Pla o Jordi Pujol.

En esos tiempos, Juan Carlos I arrasó con su carisma un país entero y –como diría aquel- parte del extranjero; o casi el extranjero entero porque fue, no lo olvidemos, varias veces candidato al Premio Nobel de la Paz. Tal era su campechanía, su donaire y su cercanía al pueblo que prácticamente estrenó una categoría política, porque se podía ser monárquico, republicano o “juancarlista”. Lejos estaban los humoristas, los autores de cualquier género dramático, el cine o la televisión de cuestionar o parodiar la honestidad, la limpieza, la indiscutible bonhomía de la intocable Casa Real. Es curioso que en los años en los que Boadella traspasa la dirección del Joglars para retirarse a otros menesteres disonaran las primeras inquietantes alarmas sobre Juan Carlos I de lo que luego devino en descalabro, en descenso a los abismos más cenagosos de una figura que casi se carga toda una institución y sume a un país en la perplejidad y la indignación. El cómico se apartó de ser cómico y al rey lo echaron al Golfo Pérsico, en cuyas aguas transcurre El Rey que fue, esperado y aclamado regreso de Albert Boadella que pudimos disfrutar el pasado sábado en la última de abono de la más que brillante temporada primaveral del teatro Pedro Muñoz Seca de El Puerto.

Lleno hasta la bandera para disfrutar de una obra redonda que no tiene desperdicio desde que se encienden las luces del escenario y navegamos sobre una goleta donde un portentoso Ramón Fontseré, travestido de Juan Carlos I, ha invitado a amigos, periodistas, algún ahijado y hasta una amante a una paella que desborda su condición de plato típico nacional para convertirse en “un trozo de España”. Se suceden, sobre la cubierta de ese barco embestido una y otra vez por un mar tan nervioso como el organizador del evento, episodios hilarantes donde convive el arriba de los allegados al Emérito y el abajo de los curritos-súbditos en cuyas manos mal pagadas descansa el éxito de la convocatoria. Pero no todo es risa floja, ni mucho menos, porque la propuesta, ha dicho el autor con acierto, es una tragicomedia antes que una descarnada sátira sin concesiones. El inmenso y veterano Fontseré, alter ego desde hace décadas de Boadella, triunfa, precisamente, por no caer en la burda caricatura sin aristas, sino en humanizar a un personaje que es capaz de provocar duros silencios en el público cuando exterioriza sus debilidades. Porque encontramos, sí, al tipo frívolo, caprichoso, mujeriego, pesetero, ególatra (“Entregué todo el poder al pueblo para que fuese protagonista de su propio destino”.), pero también al niño sin infancia, manipulado por sus mayores poderosos a su entera conveniencia, homicida involuntario de su hermano y huérfano de Franco cuando falleció porque había sido, lagrimea, el padre que nunca tuvo.

Si el protagonista indiscutible de la peripecia es el que es, no deberíamos dejar de citar los nombres de los actores que lo secundan, desdoblados en diversos perfiles, imprescindibles para que la historia avance al sabio ritmo de las viejas obras que concentraban unidad de acción, tiempo y espacio. Aplauso grande para Pilar Sáenz, Dolors Tuneu, Martí Salvat, Bruno López Linares y Javier Villena. Todos ellos, y una magnífica dramaturgia, y una efectiva escenografía, y una más que convincente iluminación, salpimentadas por las notas de Schubert, se congregan para saludar el esplendoroso regreso del cómico Albert Boadella, al que no sabemos si sucederá también la vuelta del Rey que fue.

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