Suceso

Un gaditano de 52 años, la última víctima del drama de vivir en la calle

  • Joaquín de León falleció ayer en la playa de La Caleta, en cuyo balneario pernoctaba desde hacía tiempo. Sus dos hijas fueron a buscarlo hace unos días pero no quiso irse con ellas

Lugar en el que ha fallecido esta mañana el hombre.

Lugar en el que ha fallecido esta mañana el hombre. / Joaquín Pino

Joaquín de León Sotelo. Así se llamaba la última víctima de la calle. Una muesca más en el revólver que dicta la ley más cruel contra quienes deciden vivir, y morir, a la intemperie. Así que sin más una mañana como la de ayer, Joaquín se levanta, sale de su tienda de campaña situada bajo el Balneario de La Palma, da los buenos días a sus compañeros de fatigas, se encamina hacia la orilla del mar para orinar, y al volver apenas si le da tiempo de soltar un "no me encuentro bien, me cuesta respirar", antes de caer desplomado a las puertas de su casa, apenas una lona situada frente al barrio de la Viña, en el que otros sin techo asegura que vivió junto a su familia.

Porque Joaquín, a diferencia de otras víctimas anónimas, no había llegado hasta Cádiz para poner tierra de por medio con su pasado. Joaquín, de 52 años, nació en Puerto Real y había vivido en La Viña hasta que decidió que prefería la soledad y la compañía de otros sin techo. Antonio, la última persona que le vio con vida, un madrileño de mirada tranquila y pelo largo y enmarañado, nos cuenta que entre la decena de personas sin hogar que se cobijan, si es que puede llamarse así a lo que hacen, en los bajos del balneario, se comenta que hace apenas diez días que las dos hijas de Joaquín fueron a buscarlo. "Por lo que se ve le pidieron por favor que abandonara esta vida, que se fuera con ellas, a su casa, pero él no quiso, se empeñó en seguir viviendo aquí. Esta vida tan dura. Aquí traía yo a la gente una noche de poniente para que supiera de lo que hablo", dice Antonio.

Antonio tiene un año menos que Joaquín. "Él tiene poco más de 50 creo. Es de aquí, de Cádiz. Vive ahí, justo al lado de donde yo me pongo", dice señalando su tienda. Llama la atención que Antonio sigue hablando en presente, aunque Joaquín ya es pasado, aunque ha visto como hace unos minutos el juez ha autorizado el levantamiento del cadáver y la Policía lo ha introducido en una furgoneta. En el parte de defunción habrá escrito muerte natural, aunque no debe ser muy natural morir helado en La Caleta, probablemente la misma playa donde Joaquín se bañaría alguna vez hace años imaginando otra vida, otra muerte. Porque, según Antonio, cuando tocó a Joaquín, nada más desplomarse, notó que estaba muy frío. Y es que pasar los inviernos en una playa no es ninguna broma. "No lo es. Pasamos mucho frío, nos entra de todo por el cuerpo cuando vemos edificios cerrados sin ningún uso, como esa mole que tenemos ahí delante -dice Antonio señalando Valcárcel- sin ningún uso mientras la gente vive en la calle, aquí debajo del balneario o en la pérgola de Santa Bárbara, que también se protegen allí otros cuantos".

Junto a Antonio está uno de los voluntarios de las asociaciones de derechos humanos que les llevan bocadillos y café para pasar las noches. "Gracias a ellos vamos tirando, pero la gente, en general, pasa. Nadie viene a traer nada", se queja.

Tampoco tienes palabras amables Antonio para las campañas municipales contra el frío. "Sí, nos dan material, pero en mi caso, que soy muy grande, el saco de dormir me llega a la mitad del pecho, y las mantas parecen de niños chicos. Deberían hacer una mayor inversión para que el equipamiento nos quitara el frío de verdad".Al preguntarle si conocía la historia de Joaquín contesta con un lacónico "sabía de él tanto como él de mí. Aquí no hablamos mucho del pasado. Me habían dicho que había vivido aquí al lado, que dos hijas habían venido a buscarlo y que no se había querido ir", dijo.

Al cadáver de Joaquín está previsto practicársele la autopsia para determinar la causa que provocó su muerte, aunque pasar tantas noches con el frío de la arena caletera clavándose en el alma y la humedad extendiéndose por todo el cuerpo parece más que suficiente para acabar con cualquiera. Y mientras que el drama cotidiano prosigue, el ritmo de los habitantes de las ciudades sigue su curso. Sin saber siquiera, en su despreocupación, cuan cerca se está a veces de acabar perdiéndolo todo.

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