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Provincia de Cádiz

Amar en tiempos de guerra

  • La historia muestra el "dulce" presidio de los prisioneros en Annapolis, donde "sus residentes les recibían abriéndoles sus casas" · Y, para finalizar, la gesta "del loro", el último en dejar suelo americano

Los residentes de Annapolis les recibían cordialmente abriéndoles sus casas. Los prisioneros atendían a misa en la Iglesia de Santa María y se estableció una auténtica amistad entre ellos y el Padre Joseph Kautz, que los visitaba con regularidad.

Acudían a fiestas y bailes de sociedad donde conocieron a las jóvenes de la localidad, floreciendo algún que otro romance. Como escribió William O. Stevens en su libro "Annapolis, anne aroundel's town": "Ha sido una guerra peculiar y más peculiar aún, el cautiverio de los prisioneros. Lo que comenzó a cañonazo limpio, buques ardiendo y marinos muertos, terminó con tartas y paseos por los parques de la ciudad".

Entre los oficiales prisioneros en Annapolis, uno en particular destacaba por su atractivo físico y su personalidad, que le convirtió en el más popular entre las damas. Luis Castro Arizcun, uno de los 17 hijos de Alejandro Castro, Ministro español oriundo de Villagarcía de Arosa.

En la confusión del asedio a Santiago de Cuba y dada las pésimas comunicaciones, la familia de Luis perdió el contacto con el muchacho y le consideraron desaparecido, hasta que fue localizado en la academia. Durante su estancia en Annapolis, Luis conoció a la hija de un alto mando de Marina estadounidense con la que estableció una romántica relación y se lo hizo saber a su familia. Sus padres se alarmaron tanto como cuando les comunicaron que su hijo había sido hecho prisionero. Esta vez, prisionero de amor. Lo que impulsó a su madre a enviar un telegrama urgentemente a Cervera pidiéndole que "enviase a Luis a casa lo antes posible...".

¡Claro señora, como que estamos aquí de campamento de verano!

Por consiguiente el idilio continuó viento en popa con promesas de amor eterno.

A punto de cumplirse el período de prisión en la academia y ser devueltos a la Madre Patria, los marinos fueron obsequiados con un baile de gala, en el cual, Luis le regaló a su amada un abanico con las firmas de sus compañeros en cada varilla, incluida la suya, por supuesto. Tras la separación obligada y muchas cartas a través del océano, la relación se fue enfriando y llegó el momento que perdieron el contacto. La joven conservaba el abanico como un preciado tesoro. Se casó con un marino norteamericano pero no fue feliz y terminó divorciándose.

Ocurrió entonces, al cabo de algunos años, que una sobrina dedicada a cantos espirituales tenía que viajar a España cumpliendo unos conciertos, y la joven le entregó el abanico para que ésta, famosa Leslie Flink, lo depositara en Madrid en el departamento que correspondiera. Hoy día el abanico está expuesto en una vitrina de la sala donde se conmemora la guerra hispano-americana en el Museo Naval de Madrid.

A su regreso a España, Luis continuó en la Armada y fue subiendo en el escalafón hasta llegar a Vicealmirante con un puesto destacado en Ferrol. Se casó con Fany Iglesias de Galicia.

Luis se ganó el sobrenombre de el "león blanco", por su valor y hazañas durante la Guerra Civil, y su frondosa cabellera blanca.

El día en que las tropas del General Franco asediaron Cataluña y tomaron Tarragona, Luis Castro salió al balcón de Capitanía para comunicar la noticia al pueblo. Ocurriendo que, en medio de la arenga, se sintió indispuesto y murió víctima de un infarto; llevándose un bagaje de memorias de la mar y del amor.

Cerrando este relato con una sonrisa, cabe hablar "del loro".

En el estruendo de la batalla naval de la Bahía de Santiago, a punto de hundirse el Cristóbal Colón envuelto en llamas, un joven oficial español se resistía a abandonar el barco gritando: "¡El loro!, ¡El loro!, y señalaba frenéticamente hacia el puente. Allí, posado en la barandilla, preso del pánico, con las plumas chamuscadas y un ojo averiado, estaba el loro, mascota del CristóbalColón. De repente, un guardiamarina americano, logró alcanzarlo con una pértiga, entregándoselo al español. Seguidamente rescató a ambos, trasladándoles a su buque y alojándoles en su camarote.

El joven español, malherido, murió, haciéndole prometer al americano que no abandonaría al loro.

El dichoso loro no hacía más que gritar: ¡Dame un besito! ¡Dame un besito! Y el muchacho decidió enviárselo a su prometida al final de la contienda. Adquirió una jaula de rafia y lo envió a Annapolis, complicándose el proceso puesto que el ave, picoteó de tal forma la etiqueta con la dirección a entregarse que, esto no fue posible y el loro permaneció en las oficinas de correos durante una semana. En este tiempo el marino comunicó a su amada el contenido del envío y ella acudió a correos a rescatarlo. De la etiqueta sólo quedaba la palabra: Annapolis.

Entretanto, estaban llegando los prisioneros a la academia y el loro los observaba pasear frente a su jaula en la terraza de su nueva dueña. Cierto día pareció enloquecer golpeando la jaula con las alas al tiempo que gritaba: ¡Papá, papá!, y es que había reconocido a un tripulante del Cristóbal Colón.

Cuando los prisioneros fueron puestos en libertad, el reglamento les impidió embarcar al loro en el City of Rome que los transportaría a Santander. Así que el emplumado quedó atrás y aún vivió diez años más en suelo americano. A su muerte, ¡qué detalle!... el Herald de Nueva York editó una esquela especial dedicada al último de los ex-prisioneros de la guerra hispano-americana.

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