De poco un todo

Enrique García-Máiquez

Buena suerte

Entramos en la semana de la lotería, de la que algunos saldrán millonarios. Ya habíamos empezado a desearnos frenéticamente felicidades y ahora abrimos un paréntesis para desearnos suerte. El martes lo cerraremos, cuando caiga el gordo, para volver a la felicidad, que es -sonreiremos- lo que importa, y a la salud y al amor. A mí me encanta desear suerte al prójimo, sobre todo porque no creo en ella. El azar es la Providencia de incógnito y me hace gracia guardarle a Dios el secreto, guiñándole un ojo, mientras le encomiendo ("¡buena suerte, buena suerte!") a todo quisqui.

Habiéndome criado entre pescadores, me han advertido miles de veces que "buena suerte" no se dice, pero se me olvida. Da mal fario, aseguran. En realidad, no es el fario, sino que se piensan ellos que la pesquera depende de su sabiduría y de su indiscutible pericia. A la vuelta, sin embargo, sí que se quejan de su mala suerte, vaya. Con mis alumnos es distinto. Llegan a los exámenes pidiendo a voz en grito "suerte, que no justicia", lo que uno, por si va a tener que suspenderlos, les agradece de corazón. Aunque ahora que caigo, esas distinciones tan escolásticas eran más de mis tiempos. Ellos se desean suerte sin más precisiones. La justicia, pensarán, para qué pedirla: la pone éste.

La distinción, con todo, es útil para entender por qué aquella despedida de Zapatero de "buenas noches y buena suerte" nos abrió las carnes. No se trataba sólo de la imitación un pelín paleta de Edward R. Murrow. Vale que la suerte nos la desee un periodista (si no somos pescadores), pero un político tiene la posibilidad y el deber de hacer bien las cosas y de no dejar margen a la baraca. Aquello sonó como el comandante de un avión que se dirigiese a sus pasajeros con estas palabras: "Bueno, vamos, y que haya suerte". Aunque quizá Zapatero, experto en viento, viendo el temporal de crisis que se nos venía encima, nos deseaba suerte para la lotería de Navidad, último refugio.

En la justicia del azar sólo creemos los muy providencialistas. Y en la virtud llevamos la penitencia. Sabiendo que si Dios quisiera me tocaba el gordo, me basta y sobra con lo poco que compro por compromiso. Tengo la sospecha de que Él no tiene un interés especial en verme millonario, por desgracia. Desde un punto de vista laico, me convierto así en el perfecto ejemplo de "profecía que se autorrealiza". Pensando que no me tocará el gordo, no compro décimos y, luego, cuando no alcanzo ni un reintegro, clamo exasperado: "Ya lo decía yo, que a mí no me podía tocar en la vida".

Pero ni por esas pierde uno la ilusión. ¡Cómo me gustaría que le tocase un premio de los buenos a alguno de mis lectores! Si les toca, entre los saltitos nerviosos, los besos, los churretones de champán, los confetis y las declaraciones entrecortadas y afónicas a la tele, déjenme, por favor, un comentario aquí. Lo celebraré por todo lo alto.

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