Relatos de verano

Enrique García Máiquez

Aristócratas anónimos (4)

Los investigadores de la Policía se encuentran desconcertados por el tono frívolo del comunicado terrorista y aún más por el descuido o improvisación de sus acciones. El inspector Martínez de Azagra sugiere que la clave para desentrañar el misterio podría estar en la novela de G. K. Chesterton El hombre que fue Jueves. Para colmo de desfachatez terrorista, la subinspectora Romero recibe un ramo de rosas con una nota apologética del delincuente que la sacó del edificio. Lo acompaña un ordenador nuevo y El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum T. S. Eliot.

CONTRA los temores íntimos de Yolanda, su investigación no avanzaba. Cada vez que creía tener una pista, como la de la esgrima, se daba contra el muro de la autoestima del mundo contemporáneo. Le decían que aquello no se llevaba, como si eso fuese una refutación inapelable. El cine clásico, los ensayos de Hilaire Belloc, la sprezzatura, la caballerosidad, el anonimato o, incluso, la intimidad no se llevaban. Yolanda empezó a identificar lo pasado de moda con lo interesante.

-Yo siempre te gusté, y más demodé imposible -le respondió Martínez de Azagra, tomando un café-. Vas mucho mejor que Urrutia y sus esperanzas de pillarlos a base de cámaras de vigilancia y de aventar soplones en los clubs de golf de todo el país. Qué ingenuidad. Un golfista no tiene tiempo de concentrarse en ninguna estética. Ahora le ha dado por rondar alrededor del marqués de Ferrero, que será un viejo título, pero aspira a nuevo rico, como casi todos. Tú, en cambio, cuando termines de entenderlos, los tendrás al alcance de la mano.

-Muy seguro te veo, Paco.

-Lee y verás…

-He llegado a saltarme sesiones de zumba para seguir leyendo todo lo que me recomiendas. No me pasaba con la novela negra sueca ni con los ensayos de Paulo Coelho, con lo enganchada que creía que estaba.

-Yolanda, perdona, acabo de fijarme. ¿Ya no mascas chicle?

-He comprobado que interfería con la lectura y el pensamiento.

-No te favorecía, aunque tú te lo podías permitir, como tantas otras cosas. Te diré que estás más cerca de los Aristócratas Anónimos de lo que te crees. Más cerca también que todos estos motivados que detenemos cada día por el dichoso terrorismo de baja intensidad.

En efecto, en estos seis meses, el éxito mediático de los Aristócratas Anónimos había sido apabullante. Como cualquier grupo violento, había despertado el interés morboso de la prensa internacional. La ausencia de víctimas mortales se compensaba con el eco quijotesco de atacar los molinos de viento de la modernidad en el 400 aniversario de Cervantes. Surgieron franquicias. En Japón se llamaban los Samuráis Sigilosos; en Francia, la Venganza de la Vendée; en Inglaterra, los Jocosos Jacobitas; en Italia, los Güelfos Duros.

En España, el problema estribaba en los aristócratas callejeros. Algunos muchachos extravagantes se ponían a emular a sus héroes y lanzaban bombas de peste en los happenings, volcaban vallas publicitarias, quemaban estanterías de chanclas en los grandes almacenes o ponían silicona en las cerraduras de los polideportivos en los que se iban a celebrar macroconciertos.

Se les detenía con facilidad. A diferencia de los pacifistas, no se resistían, sino que reconocían su respeto por los agentes de la autoridad. Jamás alegaban malos tratos ante el juez. Con todo, eran detenciones inútiles, porque no tenían contacto ninguno con el grupo de Aristócratas Anónimos. "Qué más quisiera", era el suspiro común y resignado: "Ahora, fichado por ustedes, ni siquiera soy anónimo".

No acababan ahí las consecuencias del aristoterrorismo. Las compañías de seguros habían empezado a subir la prima a los edificios dudosos y a las exposiciones de pésimo gusto. Se había producido un repunte de contrataciones entre licenciados en Historia del Arte, en Bellas Artes, en Filosofía… La pregunta: "¿Es bonito?" resonaba en los estudios de arquitectura, en los consejos de las editoriales, en las concejalías de Cultura, en las agencias de publicidad, en los despachos de las multinacionales y, sobre todo, en las barras de los bares y en los cuartos de estar. Más de una universidad paró en el último momento el cierre de sus estudios humanísticos; y las más avispadas ofertaban ya un Máster en Estética Superior.

Los millonarios y las administraciones públicas que habían comprado obras de arte contemporáneo empezaron a verlas como el timo de la estampita. Nadie quería tener cerca la prueba palmaria de su ingenuidad y esnobismo. Como las envergaduras eran considerables y los materiales pesados, el esfuerzo por esfumarlas resultaba ímprobo.

Surgieron empresas especializadas. Para sus propietarios, el precio era lo de menos si se les garantizaba la absoluta desaparición y el aprovechamiento en algo que calmase la mala conciencia. La defensa del medio ambiente, por ejemplo. Con esos hierros retorcidos de tantas figuras alegóricas de la paz y de la libertad se construyeron arrecifes artificiales, que protegían a los peces de la pesca de arrastre. Se hundieron los bultos, y se esperó a que el mar los cubriese de barro y algas. Primero, los cangrejos, de tendencias progresistas, pues andan mirando al futuro, se hallaron como en casa. Una estrella de mar se posó sobre un cuadro de Miró. Los pulpos se arrimaron a los relojes de Dalí. Las instalaciones tenían, al fin, mucho fondo. Pero no todo era perfecto. Si no bonito, aquello resultaba curioso, y pronto descendieron los submarinistas, preguntándose, boquiabiertos, entre risitas, quién pudo comprar esto o aquello y por cuánto, ji, ji. Los multimillonarios exigieron más secretismo.

Se amontonaron los monumentos en medio de La Mancha, cubiertos de una buena capa de compost y plantaron encima alcornoques. En poco tiempo, se creó una hermosa colina, y otra, y otra… Al conjunto, se le llamó Sierra Remordimiento.

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