Relatos de verano

Enrique García-Máiquez

Aristócratas anónimos (2)

LA despertó la explosión. Le zumbaban los oídos y vio una nube de polvo espeso que parecía haber salido de su cabeza. Estaba en un soportal cercano, y a su lado, atada, Pukka. En sus bolsillos, la placa y la pistola. Cuando, tras unos minutos, cayó el polvo, sobre la montaña de escombros que habían dejado tres bloques de apartamentos, se vio el mar azul, imperturbable, con destellos de sol que hacían guiños irónicos. Le escoció que el mar se riera así de la ley y el orden. Fue a levantarse cuando notó en su bolsillo una tarjeta. Tenía un membrete, "Aristócratas Anónimos", y unas letras a mano que decían:

Esto es lo malo de la delincuencia, que no se sabe adónde te puede llevar. Se empieza por volar tres adefesios que estropeaban una de las vistas más hermosas del mundo, y se acaba golpeando a una también incomparable señorita o, como es mi caso, siendo cómplice de quien le dio. Habiendo sido una chica la mano ejecutora, nadie podrá acusarnos, por fortuna, de violencia de género. Me temo que su ordenador tenía menos vidas que su gata, y quedó en el piso, destrozado (piso y ordenador). Pero lo peor son las gratificaciones del crimen. Bajarla en brazos desde su piso ha sido un placer. Es usted incluso más grácil y delicada de lo que aparenta. Espero que la vida me dé más oportunidades de alzarla.

Hasta entonces, suyo afectísimo,

A.A.

Yolanda sonrió, sorprendida. Sorprendida del tarjetón, pero, sobre todo, de su sonrisa. Y se llevó la mano a la cabeza. Crecía su indignación. Pero lo que creía que era rabia por el golpe que le había dado aquella chica, no sólo estaba relacionado con el pundonor del cuerpo policial. También eran celos.

Más tarde se enteraría de que su experiencia no había sido única. Varios terroristas peinaron sistemáticamente cada bloque para asegurarse de que no dejaban a nadie atrás. Bajaron a una señora impedida, con su silla de ruedas, y una fotografía inmensa de su hijo vestido de marinero, de la mili o la primera comunión. La señora hablaba maravillas de los muchachos: "Educadísimos. De los que ya no hay…".

En los días siguientes comprobaron que la opinión pública estaba encantada con las nuevas vistas. Era como si a la ciudad se le hubiese caído una venda de los ojos. Por el gran hueco entraba una brisa que oreaba el mundo. El terrorismo había descubierto el mar.

En ese incipiente apoyo ciudadano, que comenzó a preocupar a la policía y a los políticos, pesaba, además, el pundonor. Habían perpetrado atentados sincronizados en las principales ciudades de España. Para Cádiz era un honor contarse entre las escogidas, y más teniendo en cuenta que Jerez no había sufrido ni un petardo. Y que en Sevilla habían volado unas setas de nada. Los más localistas taraareaban lo de las bombas que tiran los fanfarrones para presumir de una tradición cívica que hacía tirabuzones con los explosivos.

La nota reivindicativa del grupo terrorista diluyó del todo la alarma social:

Dudamos de que la mejor manera de lograr una sociedad más hermosa sea un golpe sobre la mesa, pero el momento exige que los hombres de bien tengan la audacia de los canallas. Rogamos disculpen las molestias. Las sociedades democráticas vienen demostrando una llamativa porosidad a la violencia. Nada las convence más de la justicia teórica de una causa que su injusticia práctica. Tendiendo al pacto y a la tolerancia, lo que le aplaudimos, acaban en la cesión y la adulación a cualquiera que perturbe su modorra autosatisfecha. Hemos decidido, por tanto, dar nosotros un Golpe de Estética, que alerte a la sociedad sobre el estado de nuestra mancillada estética pública. Si Dostoievski tuvo razón cuando dijo que la belleza salvaría al mundo, tenemos poca esperanza.

A partir de hoy damos por inaugurada nuestra pequeña hermandad contraterrorista, que llamaremos, a efectos epatantes, Aristócratas Anónimos. "Aristócratas" porque aspiramos a lo mejor, si nos perdonan la insólita audacia; y "Anónimos", porque no queremos que nos detengan a las primeras de cambio y porque guardamos serias reservas hacia los aristócratas nominales, que de tres siglos para acá vienen haciendo a sus títulos un honor muy limitado -con alguna excepción.

En la medida de nuestras posibilidades, seguiremos volando monumentales mamotretos y museos de los horrores. Animamos a los propietarios y a los poderes públicos, en su caso, a acometer mejoras exteriores e interiores a la máxima urgencia. Nuestro criterio viene a ser, salvando las distancias, sodomítico, esto es, el mismo con el que Abraham negoció con Yahvé acerca de la conveniencia o no de espolvorear azufre sobre Sodoma. Con que haya diez justos, nos basta. Así, el Museo Reina Sofía se libró de su bomba porque en una sala esquinada tenía tres cuadros de Ramón Gaya.

Presumimos de terroristas blancos, en el sentido ruso del término y en el sentido de la seguridad y la higiene en el trabajo. Concentraremos nuestros mayores esfuerzos en no causar daños personales. Y materiales, en realidad, tampoco, pues lo que pretendemos volar, mejor estará volado. Como el tono menor de esta misiva puede resultar poco amenazante, explotaremos algún espanto en unos días (previo aviso) para demostrar que seguimos -qué remedio- yendo en serio.

Suyos afectísimos,

Aristócratas Anónimos

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